domingo, 15 de mayo de 2011

TRIBUTO A JUAN PABLO II (SEGUNDA PARTE)


LEGADOS DE JUAN PABLO II A LA DSI
Juan Pablo II produjo un singular relanzamiento de la Doctrina social de la Iglesia desde el comienzo mismo de su pontificado; basta recordar que la misma expresión “doctrina social” había entrado entonces en un cierto eclipse. “[1]
La DSI había sido fuertemente cuestionada en América Latina y en Europa desde mediados de la década de los sesenta. Ya en el discurso inaugural de Puebla, antes de su primer encíclica, Juan Pablo II manifestó su predilección por la Doctrina Social de la Iglesia: “Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar aplicarla, enseñarla, ser fiel a ella es, en un hijo de la Iglesia, garantía de la autenticidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales, y de sus esfuerzos a favor de la liberación o de la promoción de sus hermanos.
Permitid, pues, que recomiende a vuestra especial atención pastoral la urgencia de sensibilizar a vuestros fieles acerca de esta doctrina social de la Iglesia.” (III 7)[2]
Otro  paso decisivo de ese proceso fue dado en 1992, con la declaración de ese año como “año de la doctrina social de la Iglesia.”
El Manual de Doctrina Social de la Iglesia dirigido por Mons. Farrell lo nombra como “Juan Pablo II: el renovador” y precisa que “Juan Pablo II renovará la vigencia de la Doctrina Social de la Iglesia e inaugurará una etapa de atención especial a la problemática antropológica de la cuestión social. Se levanta como el verdadero profeta del hombre nuevo, insistiendo en la idea de que las correcciones de la organización social son inútiles si no se corrige la concepción del hombre.[3]
En efecto, Juan Pablo II  no ha producido una mera actualización de la doctrina, sino que le ha dado un nuevo y original enfoque antropológico que implica una verdadera reformulación en su expresión. Al terminar su pontificado, Juan Pablo nos dejó como legado nada menos que el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Sin embargo desde el comienzo del mismo puede observarse su enseñanza social. Todos sus documentos mayores, no dedicados exclusivamente a la DSI, tienen un hondo contenido social: Redemptor Hominis (1979), Dives in Misericordia(1980), Familiaris Consortio (1981), Christifideles Laici (1988), Tertio millennio Adveniente (1994), Ecclesia in America (1999), Novo millennio ineunte (2001),Ecclesia de Eucharistia (2003) por nombrar algunos.
Las encíclicas que el mismo Juan Pablo II señala como pertenecientes al universo de la DSI son:  Laborem Exercens (Trabajo humano y problemas sociales, 14-9-1981) Sollicitudo Rei Socialis (Auténtico desarrollo del hombre y de la sociedad, 30-12-1987) Centesimus Annus (La cuestión social, a cien años de la “Rerum novarum”, 1-5-1991).
Para el caso de América Latina son referencias obligadas para analizar su enseñanza social los discursos que pronunciara en sus visitas a nuestros distintos países y por supuesto sus discursos inaugurales a las conferencias de Puebla (28-01-1979) y de Santo Domingo (12-10-1992), así como su discurso ante la UNESCO en junio de 1980.
La centralidad de la persona y de la familia como ha sido tradicional en la enseñanza social católica, constituye un eje central del pensamiento de Juan Pablo II. Uno de sus aportes fundamentales fue ubicar epistemológicamente a la DSI, dentro de la Teología Moral Social, sustrayéndola de entre las ciencias sociales y quitándole un carácter ideológico. No obstante, nos parece que sus aportes más sustantivos se refieren a temas como la cultura de la solidaridad, la economía de la solidaridad, el trabajo, la empresa, el desarrollo humano, las causas de la crisis del socialismo real, el discernimiento sobre la economía de mercado y las instituciones propias del capitalismo, las condiciones para una auténtica democracia y la creciente conciencia ecológica.[4]
  1. La solidaridad incorporada por Juan Pablo II a la doctrina social católica[5]
De la mano de Juan Pablo II, la Doctrina Social de la Iglesia… incorporó en las últimas décadas del siglo XX a la solidaridad como categoría fundamental de la moral social. Es un hecho probado que la solidaridad nació dentro de la matriz laica de los movimientos sociales de la modernidad… Sin embargo, poco a poco fue asumida por el Magisterio eclesial, hasta llegar a convertirse en un concepto de referencia ineludible en la moral social católica.
Aunque ya encontramos signos de la solidaridad en documentos eclesiales anteriores[6], Sollicitudo rei Socialis (SRS) es la “encíclica de la solidaridad”, es decir, el documento de la DSI en donde más nítidamente se puede apreciar esta recepción y, aunque tardía, cálida acogida católica del concepto. En esta encíclica de 1987, Juan Pablo II introduce la solidaridad entre la lista de las virtudes cristianas, la vincula a la justicia social (y a ambas en la clave de la interdependencia creciente entre personas y pueblos —una clave que apunta en el sentido de la conciencia del mundo como aldea global), y la relaciona con la caridad. En SRS la solidaridad queda asimismo referida al misterio de la unidad del mismo Dios cristiano, comunidad trinitaria de personas. No exageramos si decimos que con esta encíclica la solidaridad adquiere carta de ciudadanía en el horizonte de la ética social católica.
Una vez que la solidaridad se ha convertido en categoría moral básica de la DSI, no podemos prescindir de ella para entender la dignidad humana. En efecto, las ideas de dignidad personal y solidaridad son correlativas para la DSI: la persona crece cuando construye solidaridad y decrece cuando la destruye. Cuando la DSI se distancia críticamente del individualismo que sobreestima a la persona individual y su preferencia subjetiva sin atender a los vínculos solidarios que la constituyen, o al colectivismo que destruye la singularidad de la persona para convertirla en una pieza en una maquinaria o en un número dentro de un colectivo, esta revelando una convicción fuerte y consistentemente arraigada en la ética social cristiana: el ser humano es siempre, aun cuando los sistemas o la ideologías no le dejen expresarse así, persona solidaria.
2. Cultura y economía de la solidaridad
“Juan Pablo II –recogiendo el aporte de las ciencias humanas- percibe al hombre, a toda persona humana, a las comunidades, inmersos en un hábitat cultural que les condiciona en su proceso de desarrollo y que simultáneamente pueden transformar: En última instancia, es el hombre el primer artífice y beneficiario de la cultura…”
“En su visita a Chile, hablando a los constructores de la sociedad en la Universidad Católica de Santiago, Juan Pablo II utilizó la definición de cultura que nos ofrece el documento de Puebla: “Cultura es el modo particular como los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre sí mismos y con Dios, de modo que puedan legar a un niel de vida verdadera y plenamente humano. (DP 386)”
Aquí introduce el Papa su aporte original: esta triple relación tiene que estar signada por la solidaridad. Solidaridad entre los hombres y los pueblos, con la naturaleza, con Dios. Es decir, una cultura de la solidaridad.[7]
Luego de definir la solidaridad como virtud: “Una determinación firma y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (SRS 30) plantea que dicha solidaridad supone como condición necesaria que los miembros de la familia humana se reconozcan como personas: “…La solidaridad nos ayuda a ver al “otro” –persona, pueblo o nación-, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco costo su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un “semejante” nuestro, una “ayuda” (cfr. Gn. 2, 18-20), para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios.” (SRS 39)
Una cultura de la solidaridad lleva consigo una “economía de la solidaridad”. “Pero ésta no puede ser… sino el resultado de una opción libremente asumida por los hombres y mujeres que sienten las necesidades de los demás como propias y que están convencidos de que los pobres no pueden esperar, según la célebre expresión de Juan Pablo II en la CEPALC (1987)”
Esto involucra las motivaciones profundas de los distintos actores económicos y también las “políticas económicas y sociales que arrancan de la convicción de que todos los bienes, tanto los que nos da la naturaleza como los que son producto del trabajo humano, están destinados a satisfacer las necesidades de todos los hombres.”
“En nuestros países del tercer mundo la economía solidaria debe traducirse en modelos de desarrollo que combinen el crecimiento y la eficiencia productiva con la equidad en la distribución, acompañados de políticas sociales que buscan hacer eficaz la opción preferencial por los pobres, pagando así la deuda social que la sociedad mantiene con ellos, y levantando la hipoteca social que grava toda propiedad de los medios de producción.”[8]
3. Dignidad del trabajador
Tema central de la DSI desde sus comienzos es el trabajo humano, aunque más precisamente la persona, y por lo tanto la dignidad, del trabajador. Esto alcanza una gran madurez en la primera encíclica social de Juan Pablo II, Laborem Exercens (1981). Al distinguir el carácter primordialmente subjetivo del trabajo humano fundamenta la dignidad de éste, pues la obra resulta del esfuerzo personal, comunitario y social de la persona humana, varón y mujer. No es el trabajo el que dignifica al hombre sino el hombre quien dignifica su trabajo. Es el hombre llamado por Dios a participar, quien contribuye con su trabajo en la obra de la creación. Es el hombre quien se desarrolla como persona a través de su trabajo: físico o mental, remunerado o no, aplicativo o creativo, como empresario, empleado, obrero, peón, ama de casa o voluntario, científico, técnico o artista, como niño que juega y estudia y como anciano que acompaña y acaricia. Toda actividad humana creativa, productiva en el sentido más amplio,  inteligente y libre, es trabajo humano. Este es connatural al ser humano y por lo tanto tiene un sentido mucho más que utilitarista y mercantil. No es la labor de una máquina o un animal sino de la persona humana. De allí que el trabajo se constituya en obligación moral para con uno mismo, la familia, la sociedad y Dios y también en un derecho humano fundamental. No sólo por la retribución que en cada caso corresponda, sino por permitir al hombre ser verdaderamente hombre (varón-mujer).
Si bien el trabajo visto en sentido amplio incluye también el realizado para autoconsumo, el del ama de casa, el voluntarioso altruista o el que se realiza por puro placer, los que comúnmente no son remunerados en el mercado, lo que dio origen a la “cuestión social” fue justamente el trabajo en relación de dependencia y las distintas formas de explotación de las personas con motivo de éste. De allí que un tema siempre presente en la DSI es el del salario justo.
Según Juan Pablo II “El problema clave de la ética social es el de la justa remuneración por el trabajo realizado” porque para la persona no sólo es un medio para vivir y convivir, sino que es la expresión del reconocimiento que la comunidad asigna al aporte de cada uno.
Continúa Juan Pablo II: “Hay que subrayar también que la justicia de un sistema socio-económico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo cómo se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema. A este respecto volvemos de nuevo al primer principio de todo el ordenamiento ético-social: el principio del uso común de los bienes. En todo sistema que no tenga en cuenta las relaciones fundamentales existentes entre el capital y el trabajo, el salario, es decir, la remuneración del trabajo, sigue siendo una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes que están destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción. Los unos y los otros se hacen accesibles al hombre del trabajo gracias al salario que recibe como remuneración por su trabajo. De aquí que, precisamente el salario justo se convierta en todo caso en la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico y, de todos modos, de su justo funcionamiento. No es esta la única verificación, pero es particularmente importante y es en cierto sentido la verificación clave.” (LE 19)
Históricamente se han considerado como criterios objetivos que permiten determinar el salario justo la productividad de los trabajadores, lo necesario para satisfacer sus necesidades básicas y las de su familia (incluyendo entre estas también el necesario esparcimiento y cierta capacidad de ahorro),la situación económica y financiera de le empresa y consideraciones del bien común. Lo cierto es que no siempre la satisfacción de uno de estos criterios permite satisfacer los otros. La situación de una empresa puede impedir que pague salarios suficientes para satisfacer las necesidades básicas del trabajador y su familia, lo mismo puede ocurrir con situaciones de emergencia que requieran sacrificios adicionales en vistas del bien común. Tampoco suelen corresponderse la productividad del trabajador con lo que éste necesita.
Uno de los aportes claves de Juan Pablo II que permite completar este tema, como el del resto de las condiciones de trabajo es la figura del “empresario indirecto”: “Si el empresario directo es la persona o la institución, con la que el trabajador estipula directamente el contrato de trabajo según determinadas condiciones, como empresario indirecto se deben entender muchos factores diferenciados, además del empresario directo, que ejercen un determinado influjo sobre el modo en que se da forma bien sea al contrato de trabajo, bien sea, en consecuencia, a las relaciones más o menos justas en el sector del trabajo humano.” (LE 16).
En concreto, si bien un trabajador en relación de dependencia contrata con un determinado empleador, el empleador suele trabajar a su vez para otros en forma de subcontrato o directamente como proveedor de bienes y servicios a diversos clientes. En consecuencia todos terminan trabajando para quienes consumen los bienes y servicios producidos, tanto por las empresas como por los trabajadores que operan dentro de ellas. Si bien los empleados trabajan en forma directa para un empresario, lo hacen en forma indirecta para todos los consumidores de sus productos, por lo que toda la sociedad (vista como el conjunto de consumidores) tiene responsabilidades indirectas con respecto a las condiciones de trabajo y a la forma en que se remunera a sus trabajadores, más aún el Estado que tiene poder para regular, no solo las condiciones laborales sino el sistema económico en su conjunto y las prestaciones de seguridad social.
Juan Pablo II lo expresa de la siguiente manera: “El concepto de empresario indirecto se puede aplicar a toda la sociedad y, en primer lugar, al Estado. En efecto, es el Estado el que debe realizar una política laboral justa.” Más adelante, tras referirse a las limitaciones que pueden tener los Estados nacionales frente a las relaciones económicas internacionales que condicionan fuertemente a las empresas y a las relaciones laborales dentro de los países, expresa: “Este cuadro de dependencias, relativas al concepto de empresario indirecto… es enormemente vasto y complicado. Para definirlo hay que tomar en consideración… el conjunto de elementos decisivos para la vida económica en la configuración de una determinada sociedad y Estado: pero, al mismo tiempo, han de tenerse también en cuenta conexiones y dependencias mucho más amplias. …es precisamente la consideración de los derechos objetivos del hombre del trabajo –de todo tipo de trabajador: manual, intelectual, industrial, agrícola, etc.- lo que debe constituir el criterio adecuado y fundamental para la formación de toda la economía, bien sea en la dimensión de toda sociedad y de todo Estado, bien sea en el conjunto de la política económica mundial, así como de los sistemas y relaciones internacionales que de ella derivan.” (LE 17)
Obsérvese cómo está implicado nuevamente el concepto de “solidaridad”, en este caso para resguardar los derechos de los trabajadores. Solidaridad que va desde el orden comunal hasta el mundial.
En definitiva, la responsabilidad de una justa retribución a los trabajadores corresponde en primer lugar al empresario directo que lo contrata, pero en orden sucesivo, aplicando el principio de subsidiaridad, a la comunidad de los clientes, consumidores y usuarios, que deben exigir que sus proveedores respeten las condiciones de trabajo dignas, la sociedad en su conjunto y el Estado que deben prever los mecanismos necesarios para completar el salario del trabajador cuando las circunstancias económicas vigentes impidan a las empresas pagar lo necesario para satisfacer sus necesidades y las de sus familias. La sociedad internacional y sus organizaciones deben promover condiciones más justas de comercio internacional y respeto global de los derechos de los trabajadores, cualquiera sea el lugar donde habiten, así como proveer las ayudas necesarias cuando los Estados nacionales no puedan soportar las coberturas sociales dentro de su territorio.
La remuneración justa incluye por cierto la cobertura del trabajo de la ama de casa: “La experiencia confirma que hay que esforzarse por la revalorización social de las funciones maternas, de la fatiga unida a ellas y de la necesidad que tienen los hijos de cuidado, de amor y de afecto para poderse desarrollar como personas responsables, moral y religiosamente maduras y psicológicamente equilibradas. Será un honor para la sociedad hacer posible a la madre –sin obstaculizar su libertad, sin discriminación psicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras- dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad. El abandono obligado de tales tareas, por una ganancia retribuida fuera de casa, es incorrecto desde el punto de vista del bien de la sociedad y de la familia cuando contradice o hace difícil tales cometidos primarios de la misión materna” (LE 19).
Lo expresado se conecta necesariamente con otro derecho humano fundamental que es el derecho a la “seguridad social”. Éste involucra no sólo la jubilación y pensión por vejez o invalidez, sino todas las coberturas que pueda requerir la persona humana en situaciones de necesidad que no pueda cubrir con sus propios ingresos o los de su familia: accidentes, enfermedad, desempleo forzoso, muerte o abandono del sostén de familia, orfandad, etc.
La cobertura de seguridad social requiere la creación de instituciones que mediante diversos mecanismos, que combinen el esfuerzo individual de los trabajadores (ahorro, seguros, obras sociales) con la solidaridad organizada de la sociedad bajo la conducción del Estado (fondos para subsidios de desempleo, coberturas adicionales de salud por emergencias o prácticas complejas, sistemas de asignaciones familiares, becas para capacitación y reinserción laboral, becas de estudio para niños y jóvenes, etc.) puedan suplir y complementar las  insuficiencias de salarios recibidos directamente de sus empleadores directos por no contar con capacidad de pago o exceder a la productividad de los trabajadores o bien por desempleo forzoso. Además, considerada como derecho universal, contribuye, junto con el derecho a trabajar y a recibir un salario justo, a concretar el destino universal de los bienes para quienes se encuentran imposibilitados de hacerlo.
4. El desarrollo humano integral
Siguiendo la línea de pensamiento plasmada por Pablo VI en la Populorum Progressio (1967), a los veinte años de su publicación escribe la encíclica Sollicitudo Rei Socialis (1987). Estaba comenzando el proceso de la Perestroika y aún no se había producido el entendimiento entre Rusia y Estados Unidos que pondría fin a la guerra fría. Frente a los mecanismos perversos que hacen más marcadas las diferencias entre Norte y Sur y los avances tecnológicos que permitieron multiplicar y diversificar ampliamente los bienes de consumo reafirma que el progreso económico no es suficiente para definir el proceso de desarrollo.
“…ha entrado en crisis la misma concepción “económica” o “economicista” vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende mejor que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso a favor de una mayoría, no basta para proporcionar la    felicidad humana. Ni, por consiguiente, la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los tiempos recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen consigo la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al contrario, la experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y potencialidades, puestas a disposición del hombre, no es regida por un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo. Debería ser sumamente instructiva una constatación de este período más reciente: junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una especie de súper desarrollo, igualmente inaceptable porque, como el primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica.”
“Es la llamada civilización del “consumo” o consumismo, que comporta tantos “desechos” o “basuras”. Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre. Todos somos testigos de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de materialismo craso, y al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente que, -si no se está prevenido contra la inundación de mensajes publicitarios y la oferta incesante y tentadora de productos- cuanto más se posee más se desea, mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas” (SRS 28).
“Por eso, un desarrollo no solamente económico se mide y se orienta según esta realidad y vocación del hombre visto globalmente, es decir, según su propio parámetro interior… El hombre, pues, al ser imagen de Dios, tiene una verdadera afinidad con Él. Según esta enseñanza, el desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad. (SRS 29).
A su vez hace notar que el desarrollo humano en todas sus dimensiones es una vocación del hombre que proviene de Dios desde la creación, y por lo tanto es obligación de todos: “Es lógico concluir, al menos para quienes creen en la palabra de Dios, que el “desarrollo” actual debe ser considerado como un momento de la historia iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas iniciales. Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los hombres, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador.” (SRS 30)
Por otra parte, el desarrollo humano integral y solidario se pone de manifiesto desde el título de la Introducción al Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2005): “UN HUMANISMO INTEGRAL Y SOLIDARIO” y en su número 7 bajo el subtítulo: “b) El significado del documento” expresa: “El cristiano sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia los principios de reflexión, los criterios de juicio y las directrices de acción como base para promover un humanismo integral y solidario. Difundir esta doctrina constituye, por tanto, una verdadera prioridad pastoral, para que las personas, iluminadas por ella, sean capaces de interpretar la realidad de hoy y de buscar caminos apropiados para la acción: “La enseñanza y la difusión de esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia” (SRS 41)”.
5. El mercado, la empresa y los beneficios. La deuda externa.
En su encíclica Centesimus annus (1991),  en conmemoración de los cien años de la Rerum Novarum, el Papa se enfrenta uno de los hechos más sobresalientes de la historia del siglo: la caída del “Muro de Berlín”, símbolo del socialismo real, al fin de la guerra fría y al aparente triunfo de la ideología capitalista que se postula como “pensamiento único”.
Son esclarecedores los textos de la encíclica que ponen de relieve las bondades y los límites, así como los abusos y el necesario sometimiento a la justicia y a la moral de instituciones económicas tan importantes como el libre mercado, la empresa, los beneficios empresarios y la obligación de pagar las deudas en respeto de la propiedad privada.
Sugerimos leer los textos seleccionados atreviéndonos a subrayar algunas de sus afirmaciones:
“Da la impresión de que, tanto a nivel de Naciones, como de relaciones internacionales, el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son «solventables», con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son «vendibles», esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir los conocimientos, a entrar en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes para poder valorar mejor sus capacidades y recursos. Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad.” (CA 34)
“En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre. (73) En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad.
La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa de beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los beneficios no son el único índice de las condiciones de la empresa. Es posible que los balances económicos sean correctos y que a mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente inadmisible, esto no puede menos que tener reflejos negativos para el futuro, hasta la eficiencia económica de la empresa. En efecto, la finalidad de la empresa, no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera. Los beneficios son un elemento regular de la vida de la empresa, pero no el único; junto con ellos hay que considerar otros factores humanos y morales que, a largo plazo, son por lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa
Queda mostrado cuan inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica. Hay que romper las barreras y los monopolios que dejan a tantos Pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a todos –individuos y Naciones- las condiciones básicas, que permitan participar en dicho desarrollo
Actualmente, sobre los esfuerzos positivos que se han llevado a cabo en este sentido grava el problema, todavía no resuelto en gran parte, de la deuda exterior de los Países más pobres. Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago, cuando éste vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es necesario –como, por lo demás está ocurriendo en parte –encontrar modalidades de reducción o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso.”(CA 35).
“Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son el ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de mercado. Así como en tiempos del viejo capitalismo el Estado tenía el deber de defender los derechos fundamentales del trabajo, así ahora con el nuevo capitalismo del Estado y la sociedad tienen el deber de defender los bienes colectivos que, entre otras cosas, constituyen el único marco dentro del cual es posible para cada uno conseguir legítimamente sus fines individuales.
He ahí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar. Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras; ayudan, entre otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los productos y, sobre todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas. No obstante, conllevan el riesgo de una «idolatría» del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías.” (CA 40)
6. Discernimiento sobre economía de mercado y capitalismo real
Tras analizar las distintas formas de alienación humana que se dan en el colectivismo y en el capitalismo, Juan Pablo II responde con claridad y valentía a la pregunta más insistente de ese momento y de esta época:
El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la alienación de la existencia humana… Ahora bien, la experiencia histórica de los Países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficiencia económica… La experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el fundamento marxista de la alienación son falsas, sin embargo la alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia, es una realidad incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo, cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su personalidad auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el trabajo, cuando se organiza de manera tal que «maximaliza» solamente sus frutos y ganancias y no se preocupa de que el trabajador, mediante el propio trabajo, se realice como hombre…” (CA 41)
“Volviendo ahora a la pregunta inicial ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él sean dirigidos los esfuerzos de los Países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo para los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico no está encuadrada un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.
La solución marxista ha fracasado pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los Países más avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos Países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista otros problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso en tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.” (CA 42).
“Una exégesis objetiva de este texto y de la encíclica en su conjunto debería concluir que la preferencia pontificia se inclina claramente por lo que se denomina economía social de mercado, cuyo paradigma es el sistema puesto en práctica en Alemania Federal, a partir del proceso de reconstrucción iniciado en la postguerra…”[9] de la segunda guerra mundial y que dio como origen al llamado “Milagro Alemán”.
No obstante, aunque la experiencia alemana es destacable para ser tenida en cuenta, cada nación tendrá que buscar la manera de configurar su sistema económico para lograr un sistema de mercado con libertad, responsabilidad y justicia social en que encuentren su adecuado protagonismo tanto el Estado como la Sociedad Civil.
7. Condiciones para una auténtica democracia
El Compendio de la DSI, basado fundamentalmente en la Centesimus Annus de Juan Pablo II, es muy claro al referirse a las condiciones para una auténtica democracia y a los riesgos de democracia formal con totalitarismo real si no priman los valores y principios morales en que se sustentan la vida social, la comunidad política y el mismo sistema democrático.
406 Un juicio explícito y articulado sobre la democracia está contenido en la encíclica “Centesimus annus”: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la ‘subjetividad’ de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad”. (CA 46)
8.       Los valores y la democracia
407 Una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del “bien común” como fin y criterio regulador de la vida política. Si no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el significado de la democracia y se compromete su estabilidad.
La doctrina social individúa uno de los mayores riesgos para las democracias actuales en el relativismo ético, que induce a considerar inexistente un criterio objetivo y universal para establecer el fundamento y la correcta jerarquía de valores: “Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondiente a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”. (CA 46) La democracia es fundamentalmente “un ‘ordenamiento’ y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter ‘moral’ no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve”. (EV 70)”[10]
8. Conciencia ecológica. Ecología humana.
“Ya en su primera encíclica, Redemptor Hominis 1979), Karol Wojtyla había llamado la atención sobre la amenaza de contaminación del ambiente natural (RH 8). En un mundo que está dilapidando a ritmo acelerado los recursos materiales y energéticos, comprometiendo el ambiente ecológico (RH 16). El desarrollo de la técnica no controlada en un plan a nivel universal… lleva muchas veces consigo la amenaza del ambiente natural y transforma al hombre, constituido dueño y custodio inteligente y noble de la naturaleza en un explotador y destructor sin reparo (RH 15).
Juan Pablo II expresa así un fenómeno que constituye un signo mayor de nuestros tiempos: la conciencia creciente del daño que hemos causado a nuestro entorno natural, acompañado de la esperanza de reparar las heridas de la madre naturaleza…
En la encíclica Laborem Execens (1981), Juan Pablo II constató la creciente toma de conciencia de la limitación del patrimonio natural y de su insoportable contaminación (LE 1). En Sollicitudo Rei Socialis (1987) Nº 34 se amplía considerablemente la perspectiva señalando una triple dimensión del problema: la ruptura del equilibrio cósmico, la limitación de los recursos naturales y la contaminación del ambiente.
Una vez más, es evidente que el desarrollo, así como la voluntad de planificación que lo dirige, el uso de los recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de respetar las exigencias morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de la naturaleza visible. El dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto ni se puede hablar de libertad de “usar y abusar”, o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de “comer del fruto del árbol” (cfr. Gn. 2, 16s.), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no solo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune. (SRS 34).
Casi en los mismos términos se expresa Centesimus Annus (1991), destacando que en la raíz del drama ecológica existe un problema antropológico: “El hombre, que descubrió su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador con Dios en la hora de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él.” (CA 37)
No obstante, lo realmente novedoso que esta encíclica aporta es la noción de ecología humana y de ecología social del trabajo. Ambas expresiones son nuevas en el léxico magisterial y apuntan a la necesidad de crear un entorno, un hábitat, un clima específicamente humano donde las criaturas racionales puedan conseguir la calidad de vida más específica que les corresponde… los seres humanos necesitamos, además, un clima específicamente nuestro, hecho de afecto, reconocimiento y solidaridad efectiva, donde aprendamos a ser personas y a reconocer a los demás como personas.”[11]
Conviene releer sus expresiones y redescubrir como las estructuras sociales, jurídicas, políticas, económicas, culturales, familiares, vecinales, laborales también constituyen un hábitat que condiciona positiva o negativamente el desarrollo humano y social de las personas. La mayor conciencia ecológica por el ambiente natural debe corresponderse con la mayor conciencia ecológica por el ambiente social y humano. En realidad, al fin de cuentas, esta última subordina a la anterior.
“Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «hábitat» naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica «ecología humana». No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención original de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado. Hay que mencionar en este contexto los graves problemas de la moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo preocupante por la vida de las personas, así como la debida atención a una «ecología social» del trabajo.
El hombre recibe de Dios su dignidad esencial y con ella la capacidad de trascender todo ordenamiento de la sociedad hacia la verdad y el bien. Sin embargo, está condicionado por la estructura social en que vive, por la educación recibida y por el ambiente. Estos elementos pueden facilitar u obstaculizar su vivir según la verdad. Las decisiones, gracias a las cuales se constituye un ambiente humano, pueden crear estructuras concretas de pecado, impidiendo la plena realización de quienes son oprimidos de diversas maneras por las mismas. Demoler tales estructuras y sustituirlas con formas más auténticas de convivencia es un cometido que exige valentía y paciencia.” (CA 38)
“La primera estructura fundamental a favor de la «ecología humana» es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende que quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente que quiere decir en concreto ser una persona… Hay que volver a considerar a la familia como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida.” (CA 39)
Concluimos como lo hace el Manual de DSI del CELAM: “Lo que llevamos dicho nos permite concluir esta visión de la enseñanza social de Juan Pablo II, señalando con él que el hombre es el camino de la Iglesia y que la defensa de su dignidad y la promoción de su más pleno desarrollo constituye el sentido mas profundo de la Doctrina Social y el espíritu que la ha animado en estos más de cien años.”[12]


Equipo Arquidiocesano de Pastoral Social de Mendoza
Redacción: Roberto Pomilio

Mendoza, Pascua 2011






[1] Bosca Roberto, Artículo en Foro Juan Pablo II, 10 de Agosto de 2008
[2] CELAM, Manual de Doctrina Social de la Iglesia (Bogotá, 1997), pág. 302
[3] Brandinelli Rodolfo, Galán Carlos, Manual de doctrina social de la Iglesia, 3ª ed. (Bs. As., Encuentro, 1998), págs. 19-20
[4] CELAM, Manual de Doctrina Social de la Iglesia (Bogotá, 1997), pág. 303
[5] Martínez Julio L., El personalismo solidario de Juan Pablo II: Convertir la interdependencia en solidaridad, en UNISCI DISCUSSION PAPERS Nº 10 (Enero 2006)
[6] En el n. 35 de Sumi pontifica tus de Pío XII, en 1939, aparece por primera vez el término solidaridad en el Magisterio de la Iglesia, a partir de ahí se encuentra, aunque sin gran profusión ni relevancia en Mater et magistral (1961) y Pacen in ferris (1963) de Juan XXIII, en Populorum Progressio (1967) y Octogesima adveniens (1971) de Pablo VI, así como en la Constitución pastoral Gaudium et spes (1965) del Concilio Vaticano II y otros documentos menores.

[7] CELAM, Manual de Doctrina Social de la Iglesia (Bogotá, 1997), pág. 304
[8] CELAM, Manual de Doctrina Social de la Iglesia (Bogotá, 1997), pág. 306
[9] CELAM, Manual de Doctrina Social de la Iglesia (Bogotá, 1997), pág. 315-316
[10] Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Nº 406-407
[11] CELAM, Manual de Doctrina Social de la Iglesia (Bogotá, 1997), pág. 317-319
[12] CELAM, Manual de Doctrina Social de la Iglesia (Bogotá, 1997), pág. 320