Enrique Endrizzi
12 de octubre de 2012
Domingo, 8
de mayo de 2011
“Eficiencia
y justicia no bastan para asegurar la felicidad”: El valor del don
en la economía. Entrevista especial con Stefano Zamagni
“El
cristianismo es una religión encarnada que, en cuanto tal, se
preocupa con la condición de vida de los hombres que viven en
sociedad”. Y esa comprensión fue la gran novedad de la primera
encíclica de Juan XXIII,
Mater et Magistra, publicada hace 50 años. Para el economista
italiano Stefano Zamagni, la encíclica también se contrapone al
“riesgo espiritualista que tiende a reducir el mensaje cristiano a
un mensaje solamente para el alma y no también para el cuerpo”.
Por
eso, en entrevista por e-mail a IHU On-Line,
él afirma que “es preciso que es preciso reconocerle al principio
de gratuidad un puesto de primer plano en la vida económica”. Y
cuestiona: “¿Cuál es la función propia del don? La de hacer
comprender que, junto a los bienes de justicia, están los bienes de
gratuidad y que, por tanto, no es auténticamente humana la sociedad
que se contenta solamente con los bienes de justicia”.
El
próximo día 30 de mayo (de 2011), Zamagni estará presente en el
Instituto Humanitas Unisinos – IHU,
para un debate sobre alternativas económicas éticamente reguladas.
Su conferencia Economía
de comunión y otras formas de economía social: límites,
posibilidades y perspectivas
tendrá lugar de 19,30 a 22, en el Auditorio
Central
de la Unisinos,
con entrada libre.
Con un extenso
currículo, el economista italiano Stefano Zamagni
recientemente ganó renombre mundial por haber sido uno de los
principales consultores y asesores del Papa Benedicto XVI
en la redacción de la encíclica Caritas in Veritate, publicada en
2009, acerca del “desarrollo humano integral”. Es profesor de la
Universidad de Bolonia,
en Italia, y ha
dictado cátedras en la Universidad de Parma
y en la Universidad Comercial Luigi Bocconi,
en Milán. Desde 1991
es consultor del Consejo Pontificio “Justicia y Paz”,
del Vaticano, y,
entre 1994 y 1995 fue miembro del comité de conformación de la
Pontificia Academia de Ciencias Sociales.
Desde 1999 es miembro de la New York Academy of Sciences,
de los Estados Unidos.
Desde 1999 a 2007 fue también presidente de la Comisión
Católica Internacional para los Migrantes – ICMC.
Desde
2007 es presidente de la Agencia
para Las Organizaciones no lucrativas de Utilidad social – Onlus,
entidad del gobierno italiano responsable por las asociaciones sin
fines lucrativos. En 2008 fue homenajeado con el título de
Caballero-Comendador
de la Orden de San Gregorio Magno,
una de las cinco órdenes pontificias de la Iglesia
Católica.
En 2010 recibió el título de doctor honoris
causa
en economía de la Universidad
Francisco de Vitoria,
de Madrid, España.
Es autor de numerosos libros, entre los cuales destacamos:
Microeconomia
(Ed. Il Mulino, 1997), Profilo
di Storia del Pensiero Economico
(Ed. Nuova Italia Scientifica, 2004), Per
una nuova teoria economica della Cooperazione
(Ed. Il Mulino, 2005) y L'Economia
del Bene Comune
(Ed. Città nuova, 2007). En portugués publicó recientemente
Economia Civil:
Eficiência, Equidade e Felicidade
(Ed. Cidade Nova, 2010), en coautoría con Luigino
Bruni.
Aquí la entrevista:
IHU
On-Line - ¿Cuáles son los puntos centrales abordados por el Papa
Juan XXIII en el momento histórico de la publicación de la
encíclica Mater et Magistra?
Stefano
Zamagni – La
Mater et Magistra
fue publicada al final de la fase de reconstrucción post-bélica en
un contexto caracterizado todavía por el dominio colonial de algunos
países del Occidente
desarrollado y no aún por los fenómenos de época que surgirán en
las dos décadas siguientes: la globalización y la tercera
revolución industrial. En lo que dice respecto al área de los
problemas económicos y sociales, el mensaje de Mater et Magistra
estuvo específicamente dirigido a los gobiernos nacionales, para que
asumieran sus responsabilidades en el planeamiento conjunto del
camino de desarrollo económico de sus países. En cierto sentido, la
Mater et Magistra “bendijo” el modelo de economía mixta, según
el cual el sector público y el sector privado debían cooperar para
el bien común.
IHU On-Line – Según su opinión, ¿cuáles fueron
las grandes novedades del documento frente a la coyuntura de la
época?
Stefano
Zamagni – La
gran novedad de la Mater
et Magistra
fue la de procurar que se comprendiese que el cristianismo en una
religión encarnada, que, en cuanto tal, se preocupa de la condición
de vida de los hombres que viven en sociedad. La Mater
et Magistra
habla contra el riesgo espiritualista que tiende a reducir el mensaje
cristiano a un mensaje solamente para el alma y no también para el
cuerpo.
IHU
On-Line – Justicia, equidad, subsidiaridad son términos que
repiten en la encíclica. ¿Cuál es la ética económica subyacente
en la Mater et Magistra?
¿Cómo nos desafían hoy los avances y desafíos ético-económicos
propuestos por Juan XXIII?
Stefano
Zamagni – La
matriz ética que sustenta el planteo de la Mater
et Magistra
es la de la ética de las virtudes, tal como fue trabajada por Santo
Tomás de Aquino.
Las nociones de equidad, subsidiaridad, justicia, hoy exigen ser
reelaboradas, precisamente para tener en cuenta las res
novae
(novedades) a las que alude la primera pregunta. Por lo tanto, no
podemos pensar en aplicar a la realidad de hoy las formulaciones de
la Mater et
Magistra,
que, validísimas para el contexto de la época, hoy se muestran un
tanto obsoletas.
Por
otro lado, con referencia a eso, el primer mensaje destacado que nos
viene de Caritas
in Veritate,
de Benedicto XVI,
por ejemplo, es la invitación a superar la ya obsoleta dicotomía
entre la esfera de lo económico y la esfera de lo social. La
modernidad nos dejó como herencia la idea de que, para tener acceso
al club económico, es indispensable buscar el lucro y ser motivado
por intenciones exclusivamente de autointerés. Como si se dijese que
no somos plenamente empresarios si no procuramos la maximización del
lucro. En caso contrario, deberíamos contentarnos con ser parte de
la esfera social. Esa conceptualización absurda – a su vez hija
del error teórico que confunde la economía de mercado, que es el
género, con esa particular especie suya que es el sistema
capitalista – llevó a identificar la economía con el lugar de
producción de riqueza (o de renta), y lo social, con el lugar de su
distribución y de la solidaridad.
La Caritas in
Veritate nos dice, al contrario,
que se pueden hacer negocios aunque se busquen fines de utilidad
social y que uno sea movido a la acción por motivaciones de tipo
pro-social. Ese es un modo concreto, aunque no el único, de llenar
el peligroso abismo entre lo económico y lo social – peligroso
porque, si es verdad que un accionar económico que no incorpore en
su interior la dimensión de lo social no sería éticamente
aceptable, es igualmente verdad que un objetivo social meramente
distributivo que no haga bien las cuentas con el vínculo de los
recursos no sería sustentable a largo plazo: antes de poder
distribuir, es necesario, de hecho, producir.
Benedicto XVI quiso,
así, desafiar un lugar común todavía duro de masticar, según el
cual la acción económica sería algo muy serio y exigente para
dejarla expuesta a los cuatro principios cardinales de la Doctrina
Social de la Iglesia, que son:
centralidad de la persona humana, solidaridad, subsidiaridad, bien
común. De ahí la implicación práctica según la cual los valores
de la Doctrina Social de la Iglesia deberían tener espacio
únicamente en las obras de naturaleza social, dado que a los
especialistas de la eficiencia cabría la tarea de guiar la economía.
Es mérito de esta encíclica, ciertamente no secundario, su aporte
para sanar esa grave laguna, que es al mismo tiempo, cultural y
política.
Al contrario de lo que
se piensa, no es la eficiencia el fundamentum divisionis
para distinguir lo que es 'empresa' y lo que no lo es. Y esto por la
simple razón de que la categoría de eficiencia pertenece al orden
de los medios y no de los fines. De hecho, debemos ser eficientes
para lograr el mejor fin que libremente elegimos dar a nuestra
acción. Pero la elección del fin no tiene nada que ver con la
propia eficiencia. Solamente después que se eligió la meta a ser
alcanzada, el emprendedor debe procurar ser eficiente. Una eficiencia
como fin en sí misma acabaría en eficientismo, que es una de las
causas más frecuentes, hoy, de destrucción de la riqueza, como la
crisis económico-financiera en curso lo confirma.
Economía civil
Pues bien, la ganancia
que la Caritas in Veritate
ofrece es la de tomar posición en favor del concepto de mercado,
típico de la tradición de pensamiento de la economía civil, según
la cual se puede vivir la experiencia de la socialidad humana dentro
de una vida económica normal, y no fuera o al lado de ella, como
sugiere el modelo dicotómico de orden social. Ese es un concepto
alternativo, al mismo tiempo, tanto al que ve el mercado como lugar
de explotación y de opresión del fuerte sobre el débil, cuanto al
que, en consonancia con el pensamiento anarcoliberal, lo ve como
lugar capaz de dar solución a todos los problemas de la sociedad.
La economía se ubica como alternativa con relación a
la economía de tradición smithiana, que ve el mercado como la única
institución verdaderamente necesaria para la democracia y para la
libertad. La Doctrina Social de la Iglesia, nos recuerda, en cambio,
que una buena sociedad es ciertamente fruto del mercado y de la
libertad, pero tiene exigencias que remiten al principio de
fraternidad que no pueden ser evitadas ni remitidas solamente a la
esfera privada o a la filantropía. Al mismo tiempo, la Doctrina
Social de la Iglesia no toma partido con quien combate los mercados y
ve lo económico en conflicto endémico y natural con la vida buena,
invocando una disminución y una retirada de lo económico de la vida
en común. Al contrario, ella propone un humanismo multidimensional,
en el cual el mercado no es combatido o “controlado”, sino que es
visto como momento importante de la esfera pública – esfera que es
mucho más vasta que lo estatal – que, si se concibe y se vive como
lugar abierto también a los principios de reciprocidad y de don,
puede construir la “ciudad”.
IHU
On-Line - ¿Cómo analiza Ud. los conceptos de “don”, “gratuidad”
o “comunión”, que sirven de base para algunas teorías
económicas que buscan ser éticamente justas?
Stefano
Zamagni – La recepción de la
perspectiva de gratuidad dentro de la acción económica comporta dos
consecuencias, entre otras. La primera concierne al modo de mirar la
relación entre crecimiento económico y programas de bienestar
social. ¿Quién va primero: el crecimiento económico o el bienestar
social? Dicho de otro modo: el gasto del welfare
[bienestar social] ¿debe ser considerado como consumo social o como
inversión social? La tesis defendida en la Caritas
in Veritate,
por ejemplo, es que, en las condiciones históricas actuales, la
posición de quien ve el welfare
como factor de desarrollo económico es mucho más confiable y
justificable que la posición contraria.
Como
se sabe, el Estado social, en la segunda mitad del siglo XX,
representó una institución dedicada a la búsqueda de dos objetivos
principales: por un lado, reducir la pobreza y la exclusión social,
redistribuyendo, por medio de los impuestos, renta y riqueza (la así
llamada función de “Robin
Hood”);
y, por otro lado, ofrecer servicios de seguridad, favoreciendo una
asignación eficiente de los recursos a lo largo del tiempo (función
de “caja”).
El instrumento pensado para la necesidad fue, básicamente, éste:
los gobiernos usan el dividendo del crecimiento económico para
mejorar la posición relativa de quien está peor, sin empeorar la
posición absoluta de quien está mejor. Entre tanto, todo un
conjunto de circunstancias – la globalización y la tercera
revolución industrial – causó, en los países del Occidente
desarrollado a partir de los años 1980, una disminución de
velocidad del crecimiento potencial. Eso terminó dando aliento,
durante la última década, al convencimiento de que los mecanismos
redistributivos de la tributación y de los servicios sociales son la
causa del debilitamiento del crecimiento potencial y,
consecuentemente, son responsables de generar una escasez de recursos
para la acción social de los gobiernos. Los resultados de ese modo
de ver el welfare
están ahí, a la vista de todos. No solamente el viejo estado de
bienestar se muestra hoy incapaz de enfrentar las nuevas pobrezas; es
igualmente impotente contra las desigualdades sociales, en continuo
aumento en Europa.
Las razones que sustentan la tesis
de la existencia de un trade-off
entre protección social y crecimiento económico son mucho menos
plausibles que aquellas que militan en favor de la tesis opuesta. No
es en absoluto verdad que el refuerzo de las instituciones de
protección social implica condenarse a un crecimiento más bajo, en
el largo plazo insustentable. Es verdad, al contrario, que un welfare
post-hobbesiano, centrado principalmente en políticas de promoción
de las capacidades de las personas, constituye, en la actual fase
post-fordista, caracterizada por la emergencia de nuevos riesgos
sociales, el antídoto más eficaz contra posibles tentaciones
antidemocráticas y, de ese modo, el factor decisivo de desarrollo
económico.
La función del don
Reconocerle al principio de gratuidad un puesto de primer plano en la
vida económica tiene que ver con la difusión de cultura y de praxis
de reciprocidad. Junto con la democracia, la reciprocidad es un valor
fundante de una sociedad. O mejor, se podría también sostener que
es de la reciprocidad de donde la regla democrática extrae su
sentido último. ¿En qué “lugares” la reciprocidad es de casa,
o sea, es practicada y alimentada? La familia es el primero de tales
lugares: piénsese en las relaciones entre padres e hijos, entre
hermanos y hermanas. Luego, está la cooperativa, la empresa social y
varias formas de asociaciones. ¿No es verdad, acaso, que las
relaciones entre los componentes de una familia o entre los socios de
una cooperativa son relaciones de reciprocidad? Hoy, sabemos que el
progreso civil y económico de un país depende básicamente de cuán
difundidas estén entre sus ciudadanos las prácticas de
reciprocidad. Sin el mutuo reconocimiento de una pertenencia común,
no hay eficiencia o acumulación de capital que se mantenga. Hay hoy
una inmensa necesidad de cooperación: he aquí porqué precisamos
expandir las formas de gratuidad y reforzar las que ya existen. Las
sociedades que extirpan de su propio campo las raíces del árbol de
la reciprocidad están destinadas a la decadencia, como la historia
nos ha enseñado hace ya mucho tiempo.
¿Cuál
es la función propia del don? La de hacer comprender que, junto a
los bienes de justicia, están los bienes de gratuidad y que, por
tanto, no es auténticamente humana la sociedad que se contenta
solamente con los bienes de justicia. ¿Cuál es la diferencia? Los
bienes de justicia son aquellos que nacen de un deber; los bienes de
gratuidad son los que nacen de una obbligatio.
Es decir, son bienes que nacen del reconocimiento de que yo estoy
ligado a un otro, que, en cierto sentido, él es parte constitutiva
mía. La gratuidad, de hecho, no es una virtud ética. La justicia,
como ya enseñaba Platón,
es una virtud ética, y estamos todos de acuerdo sobre la importancia
de la justicia, pero la gratuidad se refiere, al contrario, a una
dimensión supraética del obrar humano, porque su lógica es la
superabundancia, mientras la lógica de la justicia es la lógica de
la equivalencia.
Y, entonces, la Caritas in
Veritate nos dice que una
sociedad, para funcionar bien y para progresar, precisa que, dentro
de la praxis económica, haya sujetos que comprendan lo que son los
bienes de gratuidad; que se entienda, en otras palabras, que
necesitamos hacer refluir el principio de gratuidad en los circuitos
de nuestra sociedad.
El
desafío al que Benedicto
XVI
nos invita es el de luchar para restituir el principio del don a la
esfera pública. El don auténtico, afirmando el primado de la
relación sobre su exoneración, del lazo intersubjetivo sobre el
bien donado, de la identidad personal sobre el lucro, debe poder
encontrar espacio de expresión en cualquier lugar, en cualquier
ámbito del obrar humano, incluyendo allí la economía. El mensaje
que la Caritas in
Veritate
nos deja es el de pensar la gratuidad y, por tanto, la fraternidad
como señal de condición humana y, por consiguiente, el de ver en el
ejercicio del don el presupuesto indispensable para que Estado y
mercado puedan funcionar, teniendo como objetivo el bien común. Sin
prácticas ampliadas del don, se podrá tener un mercado eficiente y
un Estado competente (y hasta justo), pero ciertamente las personas
no serán ayudadas a realizar la alegría de vivir. Porque eficiencia
y justicia, aún juntas, no bastan para asegurar la felicidad de las
personas.
IHU On-Line – Por otro lado, ¿cómo entender el “bien común”
a partir de la enseñanza social de la Iglesia? ¿Cómo una economía
basada en principios cristianos puede fomentarlo y construirlo?
Stefano Zamagni – Para la
Doctrina Social de la Iglesia, el bien común es el bien de todos los
seres humanos y de todo el ser humano. Tres son las dimensiones
fundamentales de los humano: material, sociorrelacional, espiritual.
La idea de bien común nos hace entender que no es lícito sacrificar
la dimensión sociorrelacional para favorecer la material. Por
ejemplo, a pesar de aumentar el PIB, no es aceptable que se renuncie
a la fiesta. Así mismo, no es lícito sacrificar la dimensión
espiritual de las personas para favorecer la red de relaciones
sociales. El principio del bien común nos dice que la organización
del trabajo, el funcionamiento de los mercados, las formas de la
política deben consentir el desarrollo armónico de las tres
dimensiones en conjunto.
La fraternidad – palabra ya presente en la bandera de la Revolución
Francesa, pero que el orden postrevolucionario luego abandonó, por
razones conocidas, hasta su eliminación del léxico
político-económico – recibió de la escuela de pensamiento
franciscana el significado que conservó en el transcurso del tiempo.
Que es el de constituir, al mismo tiempo. El complemento y la
exaltación del principio de solidaridad. De hecho, en cuanto la
solidaridad es el principio de organización social que permite que
los desiguales se vuelvan iguales, el principio de fraternidad es el
principio de organización social que permite que los iguales sean
diferentes. La fraternidad permite que las personas que son iguales
en su dignidad y en sus derechos fundamentales expresen
diferentemente su proyecto de vida o su carisma. Las épocas que
dejamos atrás, los siglos XIX y principalmente el XX, se
caracterizaron por grandes batallas, sean culturales, o políticas,
en nombre de la solidaridad, y eso fue algo bueno: piénsese en la
historia del movimiento sindical y en la lucha por la conquista de
los derechos civiles. El punto es que una buena sociedad no se puede
contentar con un horizonte de solidaridad, porque una sociedad que
sólo fuese solidaria, y no también fraterna, sería una sociedad de
la cual cada uno procuraría apartarse. El hecho es que, mientras la
sociedad fraterna es también una sociedad solidaria, lo inverso no
es necesariamente verdadero.
Haber olvidado el hecho de que no es
sustentable una sociedad de seres humanos en que se extingue el
sentido de fraternidad y en que todo se reduce, por un lado, a
mejorar las transacciones basadas en el intercambio de equivalentes
y, por otro, en aumentar las transferencias ejecutadas por
estructuras asistenciales de naturaleza pública, nos hace ver
porqué, a pesar de la calidad de las fuerzas intelectuales
intervinientes, aún no haya alcanzado una solución creíble del
enorme trade-off entre
eficiencia y equidad. No es capaz de tener futuro una sociedad en la
que se disuelve el principio de fraternidad; es decir, no es capaz de
progresar la sociedad en la que existe solamente el “dar por tener”
o el “dar por deber”. He aquí porqué ni la visión
liberal-individualista del mundo, en que todo (o casi todo) es
intercambio, ni la visión Estadocéntrica en el Estado societario,
en que todo (o casi todo) es obligación, son guías seguros para
hacernos salir de las aguas poco profundas en que nuestras sociedades
están hoy atascadas.
Religiosidad y economía
Se plantea una cuestión: ¿Por qué en el último cuarto de siglo la
perspectiva del discurso del bien común – según la formulación
dada por la Doctrina Social de la Iglesia desde por lo menos un par
de siglos, durante los cuales el tema había salido de hecho de la
escena – está hoy volviendo a emerger como si fuese un río
subterráneo? ¿Por qué el paso de los mercados nacionales al
mercado global, consumado en el transcurso del último cuarto de
siglo, está volviendo nuevamente actual el discurso sobre el bien
común? Observo, de paso, que lo que acontece es parte de un
movimiento más vasto de ideas sobre economía, un movimiento cuyo
objeto es la conexión entre religiosidad y performance económica. A
partir de la consideración de que las creencias religiosas son de
importancia decisiva para forjar los mapas cognitivos de los sujetos
y para plasmar las normas sociales de comportamiento, ese movimiento
de ideas busca indagar cuánto influye la prevalencia en un
determinado país (o territorio) de una cierta matriz religiosa en la
formación de categorías de pensamiento económico, programas
sociales, la política escolar, etc. Luego de un largo período de
tiempo, durante el cual la célebre tesis de la secularización
parecía haber dicho la palabra final sobre la cuestión religiosa,
al menos en lo que concierne al campo económico, lo que está
aconteciendo hoy es verdaderamente paradojal.
Es que no es difícil explicar el
retorno al debate cultural contemporáneo de la perspectiva del bien
común, verdadera marca de la ética católica en el ámbito
socioeconómico. Como Juan Pablo II
aclaró en muchas ocasiones, la Doctrina Social de la Iglesia no debe
ser considerada como una teoría ética más en relación a las
tantas ya disponibles en la literatura, sino verdaderamente como una
“gramática común” a ellas, porque se funda sobre un punto de
vista específico, el de cuidar del bien humano. En verdad, aunque
las diversas teorías éticas pongan su fundamento, ya en la búsqueda
de reglas (como acontece en el jusnaturalismo positivista, según el
cual la ética deriva de la norma jurídica), ya en la acción
(piénsese en el neocontractualismo rawlsiano o en el
neoutilitarismo), la Doctrina Social de la Iglesia acoge como su
punto clave el “estar con”. El sentido de la ética del bien
común es que, para poder comprender la acción humana, nos debemos
poner en la perspectiva de la persona que obra – cf. Veritatis
Splendor, 78 – y no en la perspectiva de una tercera persona (como
hace el jusnaturalismo), o sea, como espectador imparcial (como Adam
Smith había sugerido). De hecho, el bien moral, siendo una realidad
práctica, es conocido primeramente no por quien lo teoriza, sino por
quien lo practica: él es el que sabe ubicarlo y, por tanto,
escogerlo con certeza cuantas veces estuviera en discusión.
IHU On-Line - ¿Cómo podemos entender el significado de
“propiedad”, explicitado en la Mater et Magistra, dentro de la
actual coyuntura socioeconómica?
Stefano
Zamagni –
Tres son las formas principales de propiedad: privada, pública,
común. La Mater
et Magistra
nos invita a considerar la relevancia de la propiedad común en
nuestras sociedades. Es un error grave pensar que la propiedad, de no
ser privada, debe ser pública (es decir, estatal). Grupos de
ciudadanos se pueden asociar para administrar juntos commons
(aire, agua, energía, suelo) con formas de negocio como cooperativas
comunitarias, fundaciones, etc. En muchos casos, la propiedad común
no solamente asegura resultados de eficiencia más elevada, sino que
también fomenta cohesión social, reforzando los lazos
interpersonales. Particularmente, la difusión de la cultura del don
y la práctica de experiencias tales como las de economía de
comunión se facilitan si el ordenamiento constitucional del país
prevé la propiedad común.
IHU
On-Line – En la Mater et Magistra,
especialmente en un período post Guerras Mundiales y pre Guerra
Fría, Juan XXIII se preocupaba con las grandes cuestiones de la
humanidad y pensaba en la necesidad de un órgano supranacional para
administrar esas demandas. Eso fue retomado por Benedicto XVI en
Caritas in Veritate.
¿Cómo analiza Ud. esa cuestión?
Stefano
Zamagni – Un
tema de extraordinario actualidad que, en la Caritas
in Veritate,
es tratado con particular fuerza es el que trata sobre el vínculo
entre la paz y el desarrollo integralmente humano. Tema que la
Populorum
Progressio
de Pablo VI
popularizó con la célebre frase: “El desarrollo es el nuevo
nombre de la paz”. Pues bien, plenamente alineado con tal posición,
Benedicto XVI
sistematiza un pensamiento que sintetizo en los siguientes términos:
a)
la paz es posible, porque la guerra es un evento y no un estado de
cosas; la guerra es, por lo tanto, una emergencia transitoria, por
más larga que pueda ser, no es una condición permanente de la
sociedad humana; b)
la paz, por lo tanto, debe ser construida, porque no es algo
espontáneo, dado que es fruto de obras que tienden a crear
instituciones de paz; c)
en la actual fase histórica, las instituciones de paz más urgentes
son las que tienen que ver con la problemática del desarrollo
humano.
¿Cuáles son las instituciones de
paz que merecen hoy prioridad absoluta? Para esbozar una respuesta,
conviene fijar la atención sobre algunos hechos peculiares que
señalan nuestra época. El primero concierne al escándalo del
hambre. Es sabido que el hambre no es una trágica novedad de estos
tiempos; pero lo que la torna hoy escandalosa y, por tanto,
intolerable es el hecho de que no es una consecuencia de una
production failure a
nivel global, es decir, de una incapacidad del sistema productivo
para asegurar alimentos para todos. No es, por lo tanto, la escasez
de recursos, a nivel global, lo que causa hambre y privaciones
diversas. Es, al revés, una institutional failure,
o sea, la falta de instituciones adecuadas, económicas y jurídicas,
el principal factor responsable de ello.
Considérense los siguientes eventos: El extraordinario aumento de la
interdependencia económica, que ocurrió a lo largo del último
cuarto de siglo, implica que amplios segmentos de población puedan
ser influenciados negativamente, en sus condiciones de vida, por
eventos que ocurren en lugares aún bastante distantes y respecto a
los cuales no tienen ningún poder de intervención. Acontece así
que, a las bien conocidas “carestías de depresión”, se han
agregado hoy las “carestías del boom”, como Amartya Sen
documentó ampliamente. No solamente eso, sino también la expansión
del área de mercado – un fenómeno que en sí es positivo –
significa que la capacidad de un grupo social para tener acceso a los
alimentos depende, de modo esencial, de las decisiones de otros
grupos sociales. Por ejemplo, el precio de un bien primario (café,
cacao, etc.), que constituye la principal fuente de renta para una
determinada comunidad, puede depender de lo que sucede con el precio
de otros productos, y eso independientemente de una modificación en
las condiciones de producción del primer bien.
Un
segundo hecho comprobado se refiere a la modificación de la
naturaleza del comercio y de la concurrencia entre países ricos y
pobres. En el trascurso de los últimos 20 años, la tasa de
crecimiento de los países más pobres fue más alta que la de los
países ricos: cerca del 4% contra aproximadamente 1,7% anual en el
período de 1980 al 2000. Se trata de un hecho absolutamente nuevo,
ya que nunca antes había sucedido que los países pobres creciesen
más rápidamente que los ricos. Esto explica porqué, en el mismo
período, se ha registrado la primera caída de la historia en el
número de personas pobres en términos absolutos (o sea, aquellas
que, en promedio, disponen de menos de un dólar por día, teniéndose
en cuenta la paridad de poder de compra). Prestando la debida
atención al aumento de los niveles de población, se puede decir que
la tasa de pobres absolutos del mundo pasó de 62% en 1978 a 29% en
1998. (Naturalmente, tan notable resultado no se registró de modo
uniforme en las diversas regiones del mundo. Por ejemplo, en el
África
subsahariana, el número de pobres absolutos pasó de 217 millones en
1987 a 301 millones en 1998). Al mismo tiempo, sin embargo, la
pobreza relativa, es decir, la desigualdad – ya sea medida por el
coeficiente de Gini
o por el índice de Theil
– aumentó dramáticamente de 1980 a hoy. Es sabido que el índice
de desigualdad total está dado por la suma de dos componentes: la de
desigualdad entre países y la del interior de un único país. Como
conclusión del importante trabajo de Peter
H. Lindert
y de Jeffrey G.
Williamson, Does
Globalization Make the World More Unequal?
(Chicago, 2003), gran parte del aumento de la desigualdad total es
atribuible al aumento del segundo componente, sea en los países
densamente poblados (China,
India
y Brasil)
que registraron elevadas tasas de crecimiento, sea en los países del
Occidente
desarrollado. Esto significa que los efectos redistributivos de la
globalización no son unívocos: ni siempre el rico gana (ya sea país
o grupo social), ni siempre el pobre pierde.
Un tercer hecho comprobado: la relación entre el estado nutricional
de las personas y la propia capacidad de trabajo influye tanto el
modo como el alimento es distribuido entre los miembros de la familia
– de modo especial, entre hombres y mujeres -, cuanto el modo como
funciona el mercado de trabajo. Los pobres poseen solamente un
potencial de trabajo; para transformarlo en fuerza de trabajo
efectiva, la persona necesita de nutrición adecuada. Pues, bien, si
no son ayudados adecuadamente, los subnutridos no son capaces de
satisfacer esa condición en una economía de libre mercado. La razón
es simple: la calidad de trabajo que el pobre está en condiciones de
ofrecer al mercado de trabajo es insuficiente para “exigir” el
alimento del que precisa para vivir de modo decente. Como ha
demostrado la moderna ciencia de la nutrición, del 60% a 75% de la
energía que una persona extrae del alimento son utilizados para
mantener vivo el cuerpo; solamente la parte restante puede ser usada
para el trabajo o para otras actividades. He aquí porqué en las
sociedades pobres se pueden establecer verdades “trampas de
pobreza”, destinadas a durar hasta por largos períodos de tiempo.
Fracaso institucional y el escándalo del hambre
Lo peor es que una economía puede continuar alimentando trampas de
pobreza aún si la renta crece en valor agregado. Por ejemplo, puede
suceder – como en realidad sucede – que el desarrollo económica,
medido en puntos del PIB per capita, estimule a los agricultores a
transferir el uso de sus tierras de la producción de cereales a
producción de carne, mediante el aumento de las crías, ya los
márgenes de ganancia de esta última son superiores a las que se
pueden obtener con la primera. Entre tanto, el consiguiente aumento
de precio de los cereales hará empeorar los niveles nutricionales de
las franjas pobres de la población, a las cuales no les es permitido
el acceso al consumo de carne. Hay que enfatizar que un incremento en
el número de individuos con baja renta puede aumentar la
subnutrición entre los más pobres a causa de un cambio en la
composición de la demanda de bienes finales. Obsérvese, en fin, que
la combinación entre status nutricional y productividad del trabajo
puede ser “dinástica”: una vez que una familia o un grupo social
ha caído en la trampa de pobreza, es muy difícil para los
descendientes salir de ella, por más que la economía crezca como un
todo.
¿Qué conclusiones se saca de todo
esto? Que el reconocimiento de un nexo fuerte entre las institutional
failures, de un lado, y el
escándalo del hambre y el aumento de las desigualdades globales, por
el otro, nos recuerda que las instituciones no son – así como los
recursos naturales – un don de la naturaleza, más aún sin reglas
de juego económico que sean definidas en sede política. Si el
hambre dependiese – como fue el caso hasta el inicio del siglo XX –
de una situación de escasez absoluta de recursos, no habría otra
cosa que hacer que pedir la compasión fraterna, o sea, la
solidaridad.
Saber,
en cambio, que ella depende de reglas, esto es, de instituciones, en
parte obsoletas y en parte equivocadas, nos empuja a intervenir en
los mecanismos y procedimientos por fuerza de los cuales esas reglas
fueron fijadas y resultaron ineficaces. La urgencia de intervenir en
ese sentido nos es sugerida también por la siguiente cita de
Norberto Bobbio,
que ilustra, con rara eficacia, el nexo entre libertad, igualdad y
lucha para adquirir posiciones de dominio: “En la historia humana,
las luchas por la superioridad se alternan con las luchas por la
igualdad. Y es natural que ocurra esta alternancia, porque la lucha
por la superioridad presupone de los individuos o grupos que hayan
alcanzado entre sí una cierta igualdad. La lucha por la igualdad
precede frecuentemente a la lucha por la superioridad... Antes de
llegar al punto de luchar por el dominio, cada grupo social debe
conquistar un cierto nivel de paridad con sus propios rivales”
(BOBBIO, N., Destra
e sinistra.
Roma: Donzelli, 1999, p.164).
No
hay quien no vea la dificultad que la realización de intervenciones
institucionales como ésas provoca. Es por eso que la Caritas
in veritate
habla de la urgencia de dar vida a una autoridad política global,
que, sin embargo, ha de ser de tipo subsidiario y poliárquico. Eso
implica, de un lado, el rechazo de dar vida a un tipo de superestado,
y, de otro, la voluntad de actualizar de modo radical el trabajo
desarrollado en 1944, en Bretton
Woods,
cuando se proyectó un nuevo orden económico internacional al final
de un largo período de guerras.
IHU
On-Line – Usted colaboró con Benedicto XVI en la redacción de
Caritas in Veritate,
tan citada hasta aquí, habiendo sido uno de sus principales
mentores. ¿Qué valoración hace Ud. de la enseñanza social de la
Iglesia frente a los desafíos sociales y económicos contemporáneos?
Stefano
Zamagni – La
novedad de Caritas
in Veritate
es la de llevar al máximo cumplimiento los principios de las
Doctrinas Sociales de la Iglesia contenidas en la Mater
et Magistra
y en la Populorum
Progressio
a la luz de los problemas de la nueva fase histórica que comenzó
hace cerca de 30 años. Se puede decir que la Caritas
in veritate
es la primera encíclica social de la postmodernidad. En particular
la gran novedad de Caritas
in Veritate
es la afirmación de que el principio de fraternidad debe encontrar
espacio de aplicación en la vida económica habitual. Eso no aparece
en Mater et
Magistra.
Albert
Camus
escribió en Nupcias,
el verano: “Si
hay un pecado contra la vida, es tal vez no tanto el de desesperar
por causa de ella, sino el esperar en otra vida y eximirse así de la
implacable grandeza de ésta”. Camus no era creyente, pero nos
enseña una verdad: No se debe pecar contra la vida presente
descalificándola, humillándola. No se debe, por lo mismo, trasladar
el baricentro de nuestra fe al más allá, al punto de volver
insignificante el presente: pecaríamos contra la Encarnación.
Se
trata de una opción antigua, que se remonta a los Padres
de la Iglesia
que llamaban a la Encarnación un Sacrum
Commercium,
para subrayar la relación de reciprocidad profunda entre lo humano y
lo divino y, sobre todo, para resaltar que el Dios cristiano es un
Dios de hombres que viven en la historia, y que se interesa, o mejor,
que se conmueve por su condición humana. Amar la existencia es,
entonces, un acto de fe y no solamente de placer personal. Lo que
lleva a la esperanza, que no se preocupa solamente por el futuro,
sino también por el presente, porque necesitamos saber que nuestras
obras tienen, más que un destino, un significado y un valor también
aquí y ahora.
El siglo XV fue el siglo del primer humanismo, un acontecimiento
típicamente europeo. El siglo XXI, ya desde su inicio, expresa, con
fuerza, la exigencia de aportar a un nuevo humanismo. En aquel
momento, fue la transición del feudalismo a la modernidad el factor
decisivo que impulsó en esa dirección. Hoy, es un paso de época
igualmente radical – el de la sociedad industrial a la
postindustrial, o sea, de la modernidad a la postmodernidad – el
que nos hace entrever la urgencia de un nuevo humanismo.
Globalización, financiarización de
la economía, nuevas tecnologías, cuestión migratoria, aumento de
las desigualdades sociales, conflictos identitarios, cuestión
ambiental, deuda internacional son solamente algunas de las palabras
que hablan del actual “malestar en la civilización” - para
evocar el título de un célebre ensayo de S. Freud. Ante los nuevos
desafíos, la mera actualización de las viejas categorías de
pensamiento o el simple recurso a técnicas aun sofisticadas de
decisión colectiva no sirven al caso. Es necesario usar caminos
diferentes: es ésa, sustancialmente, la invitación sincera que la
Caritas in Veritate
nos dirige.
(Por Moisés Sbardelotto).
Tradujo Enrique Endrizzi, de
la nota publicada en la página web de IHU Unisinos, de Brasil.