viernes, 12 de octubre de 2012

EL VALOR DEL DON EN LA ECONOMÍA

Buscando entender cada vez más y mejor la encíclica Caritas in Veritate, "la primera encíclica social de la postmodernidad", va a continuación mi traducción de la entrevista al economista Stefano Zamagni realizada por Moisés Sbardelotto, para la página del Instituto Humanitas de la UNISINOS, de Sâo Leopoldo (Brasil).

Enrique Endrizzi
12 de octubre de 2012


Domingo, 8 de mayo de 2011

Eficiencia y justicia no bastan para asegurar la felicidad”: El valor del don en la economía. Entrevista especial con Stefano Zamagni

El cristianismo es una religión encarnada que, en cuanto tal, se preocupa con la condición de vida de los hombres que viven en sociedad”. Y esa comprensión fue la gran novedad de la primera encíclica de Juan XXIII, Mater et Magistra, publicada hace 50 años. Para el economista italiano Stefano Zamagni, la encíclica también se contrapone al “riesgo espiritualista que tiende a reducir el mensaje cristiano a un mensaje solamente para el alma y no también para el cuerpo”.
Por eso, en entrevista por e-mail a IHU On-Line, él afirma que “es preciso que es preciso reconocerle al principio de gratuidad un puesto de primer plano en la vida económica”. Y cuestiona: “¿Cuál es la función propia del don? La de hacer comprender que, junto a los bienes de justicia, están los bienes de gratuidad y que, por tanto, no es auténticamente humana la sociedad que se contenta solamente con los bienes de justicia”.
El próximo día 30 de mayo (de 2011), Zamagni estará presente en el Instituto Humanitas Unisinos – IHU, para un debate sobre alternativas económicas éticamente reguladas. Su conferencia Economía de comunión y otras formas de economía social: límites, posibilidades y perspectivas tendrá lugar de 19,30 a 22, en el Auditorio Central de la Unisinos, con entrada libre.
Con un extenso currículo, el economista italiano Stefano Zamagni recientemente ganó renombre mundial por haber sido uno de los principales consultores y asesores del Papa Benedicto XVI en la redacción de la encíclica Caritas in Veritate, publicada en 2009, acerca del “desarrollo humano integral”. Es profesor de la Universidad de Bolonia, en Italia, y ha dictado cátedras en la Universidad de Parma y en la Universidad Comercial Luigi Bocconi, en Milán. Desde 1991 es consultor del Consejo Pontificio “Justicia y Paz”, del Vaticano, y, entre 1994 y 1995 fue miembro del comité de conformación de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales. Desde 1999 es miembro de la New York Academy of Sciences, de los Estados Unidos. Desde 1999 a 2007 fue también presidente de la Comisión Católica Internacional para los Migrantes – ICMC.
Desde 2007 es presidente de la Agencia para Las Organizaciones no lucrativas de Utilidad social – Onlus, entidad del gobierno italiano responsable por las asociaciones sin fines lucrativos. En 2008 fue homenajeado con el título de Caballero-Comendador de la Orden de San Gregorio Magno, una de las cinco órdenes pontificias de la Iglesia Católica. En 2010 recibió el título de doctor honoris causa en economía de la Universidad Francisco de Vitoria, de Madrid, España. Es autor de numerosos libros, entre los cuales destacamos: Microeconomia (Ed. Il Mulino, 1997), Profilo di Storia del Pensiero Economico (Ed. Nuova Italia Scientifica, 2004), Per una nuova teoria economica della Cooperazione (Ed. Il Mulino, 2005) y L'Economia del Bene Comune (Ed. Città nuova, 2007). En portugués publicó recientemente Economia Civil: Eficiência, Equidade e Felicidade (Ed. Cidade Nova, 2010), en coautoría con Luigino Bruni.
Aquí la entrevista:
IHU On-Line - ¿Cuáles son los puntos centrales abordados por el Papa Juan XXIII en el momento histórico de la publicación de la encíclica Mater et Magistra?
Stefano Zamagni – La Mater et Magistra fue publicada al final de la fase de reconstrucción post-bélica en un contexto caracterizado todavía por el dominio colonial de algunos países del Occidente desarrollado y no aún por los fenómenos de época que surgirán en las dos décadas siguientes: la globalización y la tercera revolución industrial. En lo que dice respecto al área de los problemas económicos y sociales, el mensaje de Mater et Magistra estuvo específicamente dirigido a los gobiernos nacionales, para que asumieran sus responsabilidades en el planeamiento conjunto del camino de desarrollo económico de sus países. En cierto sentido, la Mater et Magistra “bendijo” el modelo de economía mixta, según el cual el sector público y el sector privado debían cooperar para el bien común.
IHU On-Line – Según su opinión, ¿cuáles fueron las grandes novedades del documento frente a la coyuntura de la época?
Stefano Zamagni – La gran novedad de la Mater et Magistra fue la de procurar que se comprendiese que el cristianismo en una religión encarnada, que, en cuanto tal, se preocupa de la condición de vida de los hombres que viven en sociedad. La Mater et Magistra habla contra el riesgo espiritualista que tiende a reducir el mensaje cristiano a un mensaje solamente para el alma y no también para el cuerpo.
IHU On-Line – Justicia, equidad, subsidiaridad son términos que repiten en la encíclica. ¿Cuál es la ética económica subyacente en la Mater et Magistra? ¿Cómo nos desafían hoy los avances y desafíos ético-económicos propuestos por Juan XXIII?
Stefano Zamagni – La matriz ética que sustenta el planteo de la Mater et Magistra es la de la ética de las virtudes, tal como fue trabajada por Santo Tomás de Aquino. Las nociones de equidad, subsidiaridad, justicia, hoy exigen ser reelaboradas, precisamente para tener en cuenta las res novae (novedades) a las que alude la primera pregunta. Por lo tanto, no podemos pensar en aplicar a la realidad de hoy las formulaciones de la Mater et Magistra, que, validísimas para el contexto de la época, hoy se muestran un tanto obsoletas.
Por otro lado, con referencia a eso, el primer mensaje destacado que nos viene de Caritas in Veritate, de Benedicto XVI, por ejemplo, es la invitación a superar la ya obsoleta dicotomía entre la esfera de lo económico y la esfera de lo social. La modernidad nos dejó como herencia la idea de que, para tener acceso al club económico, es indispensable buscar el lucro y ser motivado por intenciones exclusivamente de autointerés. Como si se dijese que no somos plenamente empresarios si no procuramos la maximización del lucro. En caso contrario, deberíamos contentarnos con ser parte de la esfera social. Esa conceptualización absurda – a su vez hija del error teórico que confunde la economía de mercado, que es el género, con esa particular especie suya que es el sistema capitalista – llevó a identificar la economía con el lugar de producción de riqueza (o de renta), y lo social, con el lugar de su distribución y de la solidaridad.
La Caritas in Veritate nos dice, al contrario, que se pueden hacer negocios aunque se busquen fines de utilidad social y que uno sea movido a la acción por motivaciones de tipo pro-social. Ese es un modo concreto, aunque no el único, de llenar el peligroso abismo entre lo económico y lo social – peligroso porque, si es verdad que un accionar económico que no incorpore en su interior la dimensión de lo social no sería éticamente aceptable, es igualmente verdad que un objetivo social meramente distributivo que no haga bien las cuentas con el vínculo de los recursos no sería sustentable a largo plazo: antes de poder distribuir, es necesario, de hecho, producir.
Benedicto XVI quiso, así, desafiar un lugar común todavía duro de masticar, según el cual la acción económica sería algo muy serio y exigente para dejarla expuesta a los cuatro principios cardinales de la Doctrina Social de la Iglesia, que son: centralidad de la persona humana, solidaridad, subsidiaridad, bien común. De ahí la implicación práctica según la cual los valores de la Doctrina Social de la Iglesia deberían tener espacio únicamente en las obras de naturaleza social, dado que a los especialistas de la eficiencia cabría la tarea de guiar la economía. Es mérito de esta encíclica, ciertamente no secundario, su aporte para sanar esa grave laguna, que es al mismo tiempo, cultural y política.
Al contrario de lo que se piensa, no es la eficiencia el fundamentum divisionis para distinguir lo que es 'empresa' y lo que no lo es. Y esto por la simple razón de que la categoría de eficiencia pertenece al orden de los medios y no de los fines. De hecho, debemos ser eficientes para lograr el mejor fin que libremente elegimos dar a nuestra acción. Pero la elección del fin no tiene nada que ver con la propia eficiencia. Solamente después que se eligió la meta a ser alcanzada, el emprendedor debe procurar ser eficiente. Una eficiencia como fin en sí misma acabaría en eficientismo, que es una de las causas más frecuentes, hoy, de destrucción de la riqueza, como la crisis económico-financiera en curso lo confirma.
Economía civil
Pues bien, la ganancia que la Caritas in Veritate ofrece es la de tomar posición en favor del concepto de mercado, típico de la tradición de pensamiento de la economía civil, según la cual se puede vivir la experiencia de la socialidad humana dentro de una vida económica normal, y no fuera o al lado de ella, como sugiere el modelo dicotómico de orden social. Ese es un concepto alternativo, al mismo tiempo, tanto al que ve el mercado como lugar de explotación y de opresión del fuerte sobre el débil, cuanto al que, en consonancia con el pensamiento anarcoliberal, lo ve como lugar capaz de dar solución a todos los problemas de la sociedad.
La economía se ubica como alternativa con relación a la economía de tradición smithiana, que ve el mercado como la única institución verdaderamente necesaria para la democracia y para la libertad. La Doctrina Social de la Iglesia, nos recuerda, en cambio, que una buena sociedad es ciertamente fruto del mercado y de la libertad, pero tiene exigencias que remiten al principio de fraternidad que no pueden ser evitadas ni remitidas solamente a la esfera privada o a la filantropía. Al mismo tiempo, la Doctrina Social de la Iglesia no toma partido con quien combate los mercados y ve lo económico en conflicto endémico y natural con la vida buena, invocando una disminución y una retirada de lo económico de la vida en común. Al contrario, ella propone un humanismo multidimensional, en el cual el mercado no es combatido o “controlado”, sino que es visto como momento importante de la esfera pública – esfera que es mucho más vasta que lo estatal – que, si se concibe y se vive como lugar abierto también a los principios de reciprocidad y de don, puede construir la “ciudad”.
IHU On-Line - ¿Cómo analiza Ud. los conceptos de “don”, “gratuidad” o “comunión”, que sirven de base para algunas teorías económicas que buscan ser éticamente justas?
Stefano Zamagni – La recepción de la perspectiva de gratuidad dentro de la acción económica comporta dos consecuencias, entre otras. La primera concierne al modo de mirar la relación entre crecimiento económico y programas de bienestar social. ¿Quién va primero: el crecimiento económico o el bienestar social? Dicho de otro modo: el gasto del welfare [bienestar social] ¿debe ser considerado como consumo social o como inversión social? La tesis defendida en la Caritas in Veritate, por ejemplo, es que, en las condiciones históricas actuales, la posición de quien ve el welfare como factor de desarrollo económico es mucho más confiable y justificable que la posición contraria.
Como se sabe, el Estado social, en la segunda mitad del siglo XX, representó una institución dedicada a la búsqueda de dos objetivos principales: por un lado, reducir la pobreza y la exclusión social, redistribuyendo, por medio de los impuestos, renta y riqueza (la así llamada función de “Robin Hood”); y, por otro lado, ofrecer servicios de seguridad, favoreciendo una asignación eficiente de los recursos a lo largo del tiempo (función de “caja”). El instrumento pensado para la necesidad fue, básicamente, éste: los gobiernos usan el dividendo del crecimiento económico para mejorar la posición relativa de quien está peor, sin empeorar la posición absoluta de quien está mejor. Entre tanto, todo un conjunto de circunstancias – la globalización y la tercera revolución industrial – causó, en los países del Occidente desarrollado a partir de los años 1980, una disminución de velocidad del crecimiento potencial. Eso terminó dando aliento, durante la última década, al convencimiento de que los mecanismos redistributivos de la tributación y de los servicios sociales son la causa del debilitamiento del crecimiento potencial y, consecuentemente, son responsables de generar una escasez de recursos para la acción social de los gobiernos. Los resultados de ese modo de ver el welfare están ahí, a la vista de todos. No solamente el viejo estado de bienestar se muestra hoy incapaz de enfrentar las nuevas pobrezas; es igualmente impotente contra las desigualdades sociales, en continuo aumento en Europa.
Las razones que sustentan la tesis de la existencia de un trade-off entre protección social y crecimiento económico son mucho menos plausibles que aquellas que militan en favor de la tesis opuesta. No es en absoluto verdad que el refuerzo de las instituciones de protección social implica condenarse a un crecimiento más bajo, en el largo plazo insustentable. Es verdad, al contrario, que un welfare post-hobbesiano, centrado principalmente en políticas de promoción de las capacidades de las personas, constituye, en la actual fase post-fordista, caracterizada por la emergencia de nuevos riesgos sociales, el antídoto más eficaz contra posibles tentaciones antidemocráticas y, de ese modo, el factor decisivo de desarrollo económico.
La función del don
Reconocerle al principio de gratuidad un puesto de primer plano en la vida económica tiene que ver con la difusión de cultura y de praxis de reciprocidad. Junto con la democracia, la reciprocidad es un valor fundante de una sociedad. O mejor, se podría también sostener que es de la reciprocidad de donde la regla democrática extrae su sentido último. ¿En qué “lugares” la reciprocidad es de casa, o sea, es practicada y alimentada? La familia es el primero de tales lugares: piénsese en las relaciones entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas. Luego, está la cooperativa, la empresa social y varias formas de asociaciones. ¿No es verdad, acaso, que las relaciones entre los componentes de una familia o entre los socios de una cooperativa son relaciones de reciprocidad? Hoy, sabemos que el progreso civil y económico de un país depende básicamente de cuán difundidas estén entre sus ciudadanos las prácticas de reciprocidad. Sin el mutuo reconocimiento de una pertenencia común, no hay eficiencia o acumulación de capital que se mantenga. Hay hoy una inmensa necesidad de cooperación: he aquí porqué precisamos expandir las formas de gratuidad y reforzar las que ya existen. Las sociedades que extirpan de su propio campo las raíces del árbol de la reciprocidad están destinadas a la decadencia, como la historia nos ha enseñado hace ya mucho tiempo.
¿Cuál es la función propia del don? La de hacer comprender que, junto a los bienes de justicia, están los bienes de gratuidad y que, por tanto, no es auténticamente humana la sociedad que se contenta solamente con los bienes de justicia. ¿Cuál es la diferencia? Los bienes de justicia son aquellos que nacen de un deber; los bienes de gratuidad son los que nacen de una obbligatio. Es decir, son bienes que nacen del reconocimiento de que yo estoy ligado a un otro, que, en cierto sentido, él es parte constitutiva mía. La gratuidad, de hecho, no es una virtud ética. La justicia, como ya enseñaba Platón, es una virtud ética, y estamos todos de acuerdo sobre la importancia de la justicia, pero la gratuidad se refiere, al contrario, a una dimensión supraética del obrar humano, porque su lógica es la superabundancia, mientras la lógica de la justicia es la lógica de la equivalencia.
Y, entonces, la Caritas in Veritate nos dice que una sociedad, para funcionar bien y para progresar, precisa que, dentro de la praxis económica, haya sujetos que comprendan lo que son los bienes de gratuidad; que se entienda, en otras palabras, que necesitamos hacer refluir el principio de gratuidad en los circuitos de nuestra sociedad.
El desafío al que Benedicto XVI nos invita es el de luchar para restituir el principio del don a la esfera pública. El don auténtico, afirmando el primado de la relación sobre su exoneración, del lazo intersubjetivo sobre el bien donado, de la identidad personal sobre el lucro, debe poder encontrar espacio de expresión en cualquier lugar, en cualquier ámbito del obrar humano, incluyendo allí la economía. El mensaje que la Caritas in Veritate nos deja es el de pensar la gratuidad y, por tanto, la fraternidad como señal de condición humana y, por consiguiente, el de ver en el ejercicio del don el presupuesto indispensable para que Estado y mercado puedan funcionar, teniendo como objetivo el bien común. Sin prácticas ampliadas del don, se podrá tener un mercado eficiente y un Estado competente (y hasta justo), pero ciertamente las personas no serán ayudadas a realizar la alegría de vivir. Porque eficiencia y justicia, aún juntas, no bastan para asegurar la felicidad de las personas.
IHU On-Line – Por otro lado, ¿cómo entender el “bien común” a partir de la enseñanza social de la Iglesia? ¿Cómo una economía basada en principios cristianos puede fomentarlo y construirlo?
Stefano Zamagni – Para la Doctrina Social de la Iglesia, el bien común es el bien de todos los seres humanos y de todo el ser humano. Tres son las dimensiones fundamentales de los humano: material, sociorrelacional, espiritual. La idea de bien común nos hace entender que no es lícito sacrificar la dimensión sociorrelacional para favorecer la material. Por ejemplo, a pesar de aumentar el PIB, no es aceptable que se renuncie a la fiesta. Así mismo, no es lícito sacrificar la dimensión espiritual de las personas para favorecer la red de relaciones sociales. El principio del bien común nos dice que la organización del trabajo, el funcionamiento de los mercados, las formas de la política deben consentir el desarrollo armónico de las tres dimensiones en conjunto.
La fraternidad – palabra ya presente en la bandera de la Revolución Francesa, pero que el orden postrevolucionario luego abandonó, por razones conocidas, hasta su eliminación del léxico político-económico – recibió de la escuela de pensamiento franciscana el significado que conservó en el transcurso del tiempo. Que es el de constituir, al mismo tiempo. El complemento y la exaltación del principio de solidaridad. De hecho, en cuanto la solidaridad es el principio de organización social que permite que los desiguales se vuelvan iguales, el principio de fraternidad es el principio de organización social que permite que los iguales sean diferentes. La fraternidad permite que las personas que son iguales en su dignidad y en sus derechos fundamentales expresen diferentemente su proyecto de vida o su carisma. Las épocas que dejamos atrás, los siglos XIX y principalmente el XX, se caracterizaron por grandes batallas, sean culturales, o políticas, en nombre de la solidaridad, y eso fue algo bueno: piénsese en la historia del movimiento sindical y en la lucha por la conquista de los derechos civiles. El punto es que una buena sociedad no se puede contentar con un horizonte de solidaridad, porque una sociedad que sólo fuese solidaria, y no también fraterna, sería una sociedad de la cual cada uno procuraría apartarse. El hecho es que, mientras la sociedad fraterna es también una sociedad solidaria, lo inverso no es necesariamente verdadero.
Haber olvidado el hecho de que no es sustentable una sociedad de seres humanos en que se extingue el sentido de fraternidad y en que todo se reduce, por un lado, a mejorar las transacciones basadas en el intercambio de equivalentes y, por otro, en aumentar las transferencias ejecutadas por estructuras asistenciales de naturaleza pública, nos hace ver porqué, a pesar de la calidad de las fuerzas intelectuales intervinientes, aún no haya alcanzado una solución creíble del enorme trade-off entre eficiencia y equidad. No es capaz de tener futuro una sociedad en la que se disuelve el principio de fraternidad; es decir, no es capaz de progresar la sociedad en la que existe solamente el “dar por tener” o el “dar por deber”. He aquí porqué ni la visión liberal-individualista del mundo, en que todo (o casi todo) es intercambio, ni la visión Estadocéntrica en el Estado societario, en que todo (o casi todo) es obligación, son guías seguros para hacernos salir de las aguas poco profundas en que nuestras sociedades están hoy atascadas.
Religiosidad y economía
Se plantea una cuestión: ¿Por qué en el último cuarto de siglo la perspectiva del discurso del bien común – según la formulación dada por la Doctrina Social de la Iglesia desde por lo menos un par de siglos, durante los cuales el tema había salido de hecho de la escena – está hoy volviendo a emerger como si fuese un río subterráneo? ¿Por qué el paso de los mercados nacionales al mercado global, consumado en el transcurso del último cuarto de siglo, está volviendo nuevamente actual el discurso sobre el bien común? Observo, de paso, que lo que acontece es parte de un movimiento más vasto de ideas sobre economía, un movimiento cuyo objeto es la conexión entre religiosidad y performance económica. A partir de la consideración de que las creencias religiosas son de importancia decisiva para forjar los mapas cognitivos de los sujetos y para plasmar las normas sociales de comportamiento, ese movimiento de ideas busca indagar cuánto influye la prevalencia en un determinado país (o territorio) de una cierta matriz religiosa en la formación de categorías de pensamiento económico, programas sociales, la política escolar, etc. Luego de un largo período de tiempo, durante el cual la célebre tesis de la secularización parecía haber dicho la palabra final sobre la cuestión religiosa, al menos en lo que concierne al campo económico, lo que está aconteciendo hoy es verdaderamente paradojal.
Es que no es difícil explicar el retorno al debate cultural contemporáneo de la perspectiva del bien común, verdadera marca de la ética católica en el ámbito socioeconómico. Como Juan Pablo II aclaró en muchas ocasiones, la Doctrina Social de la Iglesia no debe ser considerada como una teoría ética más en relación a las tantas ya disponibles en la literatura, sino verdaderamente como una “gramática común” a ellas, porque se funda sobre un punto de vista específico, el de cuidar del bien humano. En verdad, aunque las diversas teorías éticas pongan su fundamento, ya en la búsqueda de reglas (como acontece en el jusnaturalismo positivista, según el cual la ética deriva de la norma jurídica), ya en la acción (piénsese en el neocontractualismo rawlsiano o en el neoutilitarismo), la Doctrina Social de la Iglesia acoge como su punto clave el “estar con”. El sentido de la ética del bien común es que, para poder comprender la acción humana, nos debemos poner en la perspectiva de la persona que obra – cf. Veritatis Splendor, 78 – y no en la perspectiva de una tercera persona (como hace el jusnaturalismo), o sea, como espectador imparcial (como Adam Smith había sugerido). De hecho, el bien moral, siendo una realidad práctica, es conocido primeramente no por quien lo teoriza, sino por quien lo practica: él es el que sabe ubicarlo y, por tanto, escogerlo con certeza cuantas veces estuviera en discusión.
IHU On-Line - ¿Cómo podemos entender el significado de “propiedad”, explicitado en la Mater et Magistra, dentro de la actual coyuntura socioeconómica?
Stefano Zamagni – Tres son las formas principales de propiedad: privada, pública, común. La Mater et Magistra nos invita a considerar la relevancia de la propiedad común en nuestras sociedades. Es un error grave pensar que la propiedad, de no ser privada, debe ser pública (es decir, estatal). Grupos de ciudadanos se pueden asociar para administrar juntos commons (aire, agua, energía, suelo) con formas de negocio como cooperativas comunitarias, fundaciones, etc. En muchos casos, la propiedad común no solamente asegura resultados de eficiencia más elevada, sino que también fomenta cohesión social, reforzando los lazos interpersonales. Particularmente, la difusión de la cultura del don y la práctica de experiencias tales como las de economía de comunión se facilitan si el ordenamiento constitucional del país prevé la propiedad común.
IHU On-Line – En la Mater et Magistra, especialmente en un período post Guerras Mundiales y pre Guerra Fría, Juan XXIII se preocupaba con las grandes cuestiones de la humanidad y pensaba en la necesidad de un órgano supranacional para administrar esas demandas. Eso fue retomado por Benedicto XVI en Caritas in Veritate. ¿Cómo analiza Ud. esa cuestión?
Stefano Zamagni – Un tema de extraordinario actualidad que, en la Caritas in Veritate, es tratado con particular fuerza es el que trata sobre el vínculo entre la paz y el desarrollo integralmente humano. Tema que la Populorum Progressio de Pablo VI popularizó con la célebre frase: “El desarrollo es el nuevo nombre de la paz”. Pues bien, plenamente alineado con tal posición, Benedicto XVI sistematiza un pensamiento que sintetizo en los siguientes términos: a) la paz es posible, porque la guerra es un evento y no un estado de cosas; la guerra es, por lo tanto, una emergencia transitoria, por más larga que pueda ser, no es una condición permanente de la sociedad humana; b) la paz, por lo tanto, debe ser construida, porque no es algo espontáneo, dado que es fruto de obras que tienden a crear instituciones de paz; c) en la actual fase histórica, las instituciones de paz más urgentes son las que tienen que ver con la problemática del desarrollo humano.
¿Cuáles son las instituciones de paz que merecen hoy prioridad absoluta? Para esbozar una respuesta, conviene fijar la atención sobre algunos hechos peculiares que señalan nuestra época. El primero concierne al escándalo del hambre. Es sabido que el hambre no es una trágica novedad de estos tiempos; pero lo que la torna hoy escandalosa y, por tanto, intolerable es el hecho de que no es una consecuencia de una production failure a nivel global, es decir, de una incapacidad del sistema productivo para asegurar alimentos para todos. No es, por lo tanto, la escasez de recursos, a nivel global, lo que causa hambre y privaciones diversas. Es, al revés, una institutional failure, o sea, la falta de instituciones adecuadas, económicas y jurídicas, el principal factor responsable de ello.
Considérense los siguientes eventos: El extraordinario aumento de la interdependencia económica, que ocurrió a lo largo del último cuarto de siglo, implica que amplios segmentos de población puedan ser influenciados negativamente, en sus condiciones de vida, por eventos que ocurren en lugares aún bastante distantes y respecto a los cuales no tienen ningún poder de intervención. Acontece así que, a las bien conocidas “carestías de depresión”, se han agregado hoy las “carestías del boom”, como Amartya Sen documentó ampliamente. No solamente eso, sino también la expansión del área de mercado – un fenómeno que en sí es positivo – significa que la capacidad de un grupo social para tener acceso a los alimentos depende, de modo esencial, de las decisiones de otros grupos sociales. Por ejemplo, el precio de un bien primario (café, cacao, etc.), que constituye la principal fuente de renta para una determinada comunidad, puede depender de lo que sucede con el precio de otros productos, y eso independientemente de una modificación en las condiciones de producción del primer bien.
Un segundo hecho comprobado se refiere a la modificación de la naturaleza del comercio y de la concurrencia entre países ricos y pobres. En el trascurso de los últimos 20 años, la tasa de crecimiento de los países más pobres fue más alta que la de los países ricos: cerca del 4% contra aproximadamente 1,7% anual en el período de 1980 al 2000. Se trata de un hecho absolutamente nuevo, ya que nunca antes había sucedido que los países pobres creciesen más rápidamente que los ricos. Esto explica porqué, en el mismo período, se ha registrado la primera caída de la historia en el número de personas pobres en términos absolutos (o sea, aquellas que, en promedio, disponen de menos de un dólar por día, teniéndose en cuenta la paridad de poder de compra). Prestando la debida atención al aumento de los niveles de población, se puede decir que la tasa de pobres absolutos del mundo pasó de 62% en 1978 a 29% en 1998. (Naturalmente, tan notable resultado no se registró de modo uniforme en las diversas regiones del mundo. Por ejemplo, en el África subsahariana, el número de pobres absolutos pasó de 217 millones en 1987 a 301 millones en 1998). Al mismo tiempo, sin embargo, la pobreza relativa, es decir, la desigualdad – ya sea medida por el coeficiente de Gini o por el índice de Theil – aumentó dramáticamente de 1980 a hoy. Es sabido que el índice de desigualdad total está dado por la suma de dos componentes: la de desigualdad entre países y la del interior de un único país. Como conclusión del importante trabajo de Peter H. Lindert y de Jeffrey G. Williamson, Does Globalization Make the World More Unequal? (Chicago, 2003), gran parte del aumento de la desigualdad total es atribuible al aumento del segundo componente, sea en los países densamente poblados (China, India y Brasil) que registraron elevadas tasas de crecimiento, sea en los países del Occidente desarrollado. Esto significa que los efectos redistributivos de la globalización no son unívocos: ni siempre el rico gana (ya sea país o grupo social), ni siempre el pobre pierde.
Un tercer hecho comprobado: la relación entre el estado nutricional de las personas y la propia capacidad de trabajo influye tanto el modo como el alimento es distribuido entre los miembros de la familia – de modo especial, entre hombres y mujeres -, cuanto el modo como funciona el mercado de trabajo. Los pobres poseen solamente un potencial de trabajo; para transformarlo en fuerza de trabajo efectiva, la persona necesita de nutrición adecuada. Pues, bien, si no son ayudados adecuadamente, los subnutridos no son capaces de satisfacer esa condición en una economía de libre mercado. La razón es simple: la calidad de trabajo que el pobre está en condiciones de ofrecer al mercado de trabajo es insuficiente para “exigir” el alimento del que precisa para vivir de modo decente. Como ha demostrado la moderna ciencia de la nutrición, del 60% a 75% de la energía que una persona extrae del alimento son utilizados para mantener vivo el cuerpo; solamente la parte restante puede ser usada para el trabajo o para otras actividades. He aquí porqué en las sociedades pobres se pueden establecer verdades “trampas de pobreza”, destinadas a durar hasta por largos períodos de tiempo.
Fracaso institucional y el escándalo del hambre
Lo peor es que una economía puede continuar alimentando trampas de pobreza aún si la renta crece en valor agregado. Por ejemplo, puede suceder – como en realidad sucede – que el desarrollo económica, medido en puntos del PIB per capita, estimule a los agricultores a transferir el uso de sus tierras de la producción de cereales a producción de carne, mediante el aumento de las crías, ya los márgenes de ganancia de esta última son superiores a las que se pueden obtener con la primera. Entre tanto, el consiguiente aumento de precio de los cereales hará empeorar los niveles nutricionales de las franjas pobres de la población, a las cuales no les es permitido el acceso al consumo de carne. Hay que enfatizar que un incremento en el número de individuos con baja renta puede aumentar la subnutrición entre los más pobres a causa de un cambio en la composición de la demanda de bienes finales. Obsérvese, en fin, que la combinación entre status nutricional y productividad del trabajo puede ser “dinástica”: una vez que una familia o un grupo social ha caído en la trampa de pobreza, es muy difícil para los descendientes salir de ella, por más que la economía crezca como un todo.
¿Qué conclusiones se saca de todo esto? Que el reconocimiento de un nexo fuerte entre las institutional failures, de un lado, y el escándalo del hambre y el aumento de las desigualdades globales, por el otro, nos recuerda que las instituciones no son – así como los recursos naturales – un don de la naturaleza, más aún sin reglas de juego económico que sean definidas en sede política. Si el hambre dependiese – como fue el caso hasta el inicio del siglo XX – de una situación de escasez absoluta de recursos, no habría otra cosa que hacer que pedir la compasión fraterna, o sea, la solidaridad.
Saber, en cambio, que ella depende de reglas, esto es, de instituciones, en parte obsoletas y en parte equivocadas, nos empuja a intervenir en los mecanismos y procedimientos por fuerza de los cuales esas reglas fueron fijadas y resultaron ineficaces. La urgencia de intervenir en ese sentido nos es sugerida también por la siguiente cita de Norberto Bobbio, que ilustra, con rara eficacia, el nexo entre libertad, igualdad y lucha para adquirir posiciones de dominio: “En la historia humana, las luchas por la superioridad se alternan con las luchas por la igualdad. Y es natural que ocurra esta alternancia, porque la lucha por la superioridad presupone de los individuos o grupos que hayan alcanzado entre sí una cierta igualdad. La lucha por la igualdad precede frecuentemente a la lucha por la superioridad... Antes de llegar al punto de luchar por el dominio, cada grupo social debe conquistar un cierto nivel de paridad con sus propios rivales” (BOBBIO, N., Destra e sinistra. Roma: Donzelli, 1999, p.164).
No hay quien no vea la dificultad que la realización de intervenciones institucionales como ésas provoca. Es por eso que la Caritas in veritate habla de la urgencia de dar vida a una autoridad política global, que, sin embargo, ha de ser de tipo subsidiario y poliárquico. Eso implica, de un lado, el rechazo de dar vida a un tipo de superestado, y, de otro, la voluntad de actualizar de modo radical el trabajo desarrollado en 1944, en Bretton Woods, cuando se proyectó un nuevo orden económico internacional al final de un largo período de guerras.
IHU On-Line – Usted colaboró con Benedicto XVI en la redacción de Caritas in Veritate, tan citada hasta aquí, habiendo sido uno de sus principales mentores. ¿Qué valoración hace Ud. de la enseñanza social de la Iglesia frente a los desafíos sociales y económicos contemporáneos?
Stefano Zamagni – La novedad de Caritas in Veritate es la de llevar al máximo cumplimiento los principios de las Doctrinas Sociales de la Iglesia contenidas en la Mater et Magistra y en la Populorum Progressio a la luz de los problemas de la nueva fase histórica que comenzó hace cerca de 30 años. Se puede decir que la Caritas in veritate es la primera encíclica social de la postmodernidad. En particular la gran novedad de Caritas in Veritate es la afirmación de que el principio de fraternidad debe encontrar espacio de aplicación en la vida económica habitual. Eso no aparece en Mater et Magistra.
Albert Camus escribió en Nupcias, el verano: “Si hay un pecado contra la vida, es tal vez no tanto el de desesperar por causa de ella, sino el esperar en otra vida y eximirse así de la implacable grandeza de ésta”. Camus no era creyente, pero nos enseña una verdad: No se debe pecar contra la vida presente descalificándola, humillándola. No se debe, por lo mismo, trasladar el baricentro de nuestra fe al más allá, al punto de volver insignificante el presente: pecaríamos contra la Encarnación.
Se trata de una opción antigua, que se remonta a los Padres de la Iglesia que llamaban a la Encarnación un Sacrum Commercium, para subrayar la relación de reciprocidad profunda entre lo humano y lo divino y, sobre todo, para resaltar que el Dios cristiano es un Dios de hombres que viven en la historia, y que se interesa, o mejor, que se conmueve por su condición humana. Amar la existencia es, entonces, un acto de fe y no solamente de placer personal. Lo que lleva a la esperanza, que no se preocupa solamente por el futuro, sino también por el presente, porque necesitamos saber que nuestras obras tienen, más que un destino, un significado y un valor también aquí y ahora.
El siglo XV fue el siglo del primer humanismo, un acontecimiento típicamente europeo. El siglo XXI, ya desde su inicio, expresa, con fuerza, la exigencia de aportar a un nuevo humanismo. En aquel momento, fue la transición del feudalismo a la modernidad el factor decisivo que impulsó en esa dirección. Hoy, es un paso de época igualmente radical – el de la sociedad industrial a la postindustrial, o sea, de la modernidad a la postmodernidad – el que nos hace entrever la urgencia de un nuevo humanismo.
Globalización, financiarización de la economía, nuevas tecnologías, cuestión migratoria, aumento de las desigualdades sociales, conflictos identitarios, cuestión ambiental, deuda internacional son solamente algunas de las palabras que hablan del actual “malestar en la civilización” - para evocar el título de un célebre ensayo de S. Freud. Ante los nuevos desafíos, la mera actualización de las viejas categorías de pensamiento o el simple recurso a técnicas aun sofisticadas de decisión colectiva no sirven al caso. Es necesario usar caminos diferentes: es ésa, sustancialmente, la invitación sincera que la Caritas in Veritate nos dirige.
(Por Moisés Sbardelotto).
Tradujo Enrique Endrizzi, de la nota publicada en la página web de IHU Unisinos, de Brasil.