lunes, 20 de junio de 2011

Mons. Buenanueva: POLITICA Y CIUDADANIA (2007)


Iglesia, política y ciudadanía

Por P. Sergio O. Buenanueva Arzobispado de Mendoza

Algunos informes de prensa señalan que el Episcopado argentino se aprestaría a favorecer un mayor compromiso político de los católicos. “Al faltar una oposición fuerte, actuarán cuando las instituciones corran riesgo”, era el comentario de un importante matutino porteño.

Los obispos -según estas fuentes- no querrían repetir situaciones del pasado. Campea el fantasma del silencio frente a la dictadura militar y la aquiescencia ante las políticas de los noventa.

La decisión del obispo Piña, de Puerto Iguazú, de encabezar la lista opositora en las elecciones para la Constituyente de Misiones, confirmaría esta línea de acción. Lo mismo indicaría la experiencia reciente en varias provincias, en las que la Iglesia ha cumplido un rol de mediación más o menos explícito en importantes conflictos sociales.

Sin pretender rubricar o rechazar estas afirmaciones -de por sí bastante imprecisas-, ofrezco a continuación algunas reflexiones en voz alta. A muchos nos interesa comprender mejor cómo la Iglesia Católica ha de cumplir su misión en el contexto de una sociedad cada vez más plural.

El punto inmediato de referencia es la doctrina ofrecida por el Papa en la segunda parte de su encíclica Dios es amor, especialmente en los números 26 al 31.

Al respecto, tres reflexiones convergentes, aunque no exhaustivas.

1. Escribe Benedicto XVI: “La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia... El deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública.” (Dios es amor, 28 y 29).

2. El principio de la laicidad del Estado forma parte de la enseñanza social católica (Cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia nn 571-572). ¿Qué postula este principio? Tres cosas: 1) En negativo: el Estado no impone ninguna creencia religiosa. 2) En positivo: los valores religiosos y espirituales ofrecen su contribución específica en la edificación de la sociedad. 3) Una sociedad necesita sólidos valores morales, reconocidos como tales por el conjunto de los ciudadanos. Laicidad no es neutralidad frente a los valores morales. Su fundamento son los principios de la libertad de conciencia y la libertad religiosa, pilares fundamentales de las democracias modernas. Es además un logro importante de la civilización, al que contribuyó también la fe cristiana.

3. La Iglesia no sustituye al Estado, sentencia el Papa. Podemos añadir: ni a los partidos políticos; ni a las organizaciones de la sociedad civil. Tampoco puede quedar al margen de la lucha por la justicia. En este contexto, ¿cuál es su campo de acción?

El Papa señala dos amplios senderos: debe insertarse en la lucha por la justicia “a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien.” (ídem).

Los dos caminos indicados -la argumentación racional y la potenciación de las fuerzas espirituales- pueden parecer poco efectivos.

Sin embargo, deberíamos meditar más serenamente un hecho llamativo de la reciente vida católica: la por momentos alta politización del clero y la vida religiosa ha corrido pareja con la consolidación de un preocupante “déficit de laicidad” dentro de la Iglesia.


Y esto, en un doble sentido: escasa conciencia, interés y preparación de los laicos activos en su aporte específico a la vida social, y una enorme dificultad para encontrar nuestro lugar en una sociedad plural y secularizada (el saeculum).

Los dos senderos indicados arriba por el Papa Ratzinger expresan con elocuencia la perspectiva religiosa desde la cual la Iglesia se inserta en la lucha por la justicia. Apuntan en una misma dirección: “abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien”; en otras palabras: crear ciudadanía.

Iglesia, política y ciudadanía II: la fuerza de la razón.

Por P. Sergio Buenanueva.

En un artículo anterior planteé algunas cuestiones acerca del compromiso político cristiano, inspirándome en los números 26-31 de la encíclica Dios es amor del Papa Benedicto XVI.

La Iglesia se inserta en la lucha por la justicia -afirma el Papa- recorriendo dos senderos convergentes: la argumentación racional y el despertar de las fuerzas espirituales del hombre.

Quisiera ahora referirme al primer sendero: “La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano.” (Dios es amor 28,5).

Mi reflexión será en cuatro tiempos, tratando de responder a la pregunta: ¿Qué implica: “argumentar desde la razón y el derecho natural”?

1. El primer tiempo es el de la sabiduría del corazón. La experiencia religiosa conlleva siempre un encuentro sapiencial con ese misterio que es el hombre. Que somos cada uno de nosotros.

Esta sabiduría que la fe hace posible tiene una repercusión política de largo alcance. Basta pensar en la línea que une la declaración bíblica del hombre como imagen de Dios y el concepto moderno de los derechos del hombre, sujeto personal único e irrepetible.

Al entrar en el debate político, los cristianos lo hacemos desde la experiencia de la común condición humana que compartimos con las demás personas, creyentes o no. De cada cristiano habría que decir lo que Pablo VI afirmó de la Iglesia: “experto en humanidad”.

Cuando la Iglesia apela al orden natural, que se descubre a la razón que busca con honestidad la verdad, está haciendo apelación a este fondo humano común. Apela a la fuerza de la razón.

Podría añadir que muchos de los desafíos que hoy tenemos los cristianos en nuestra vida ciudadana tienen que ver más con nuestra condición humana que con fórmulas de fe. Pensemos sino en los problemas vinculados a la familia, el significado de la sexualidad, la dignidad del nacer y del morir, etc.

La fe viene en auxilio de la razón. No es extraño que el peso del egoísmo hagan al hombre ciego ante las exigencias más elementales del bien, de la verdad y la justicia. La fe centra nuestra mirada en la Persona del Hombre nuevo, Jesucristo.

Por eso, purifica y eleva nuestra mirada. Nos da fortaleza para perseverar en la realización del bien.

2. El segundo tiempo de nuestra reflexión tiene que ver con la formación de la conciencia autorresponsable del ciudadano.
Objetivo ambicioso y de largo alcance: lograr que el ciudadano actúe a conciencia cuando se suma a la tarea de edificar ese espacio común de convivencia que es la sociedad. La Iglesia -escribe el Papa- “quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales.”

Aclaremos que “obrar a conciencia” no es sinónimo de: “yo hago lo que quiero”. Conciencia quiere decir: el espacio interior donde la verdad se hace transparente a la persona, muchas veces imponiendo sus exigencias de justicia a los propios gustos, emociones o tendencias espontáneas. Para el creyente, la conciencia es el espacio en el que resuena la voz de Dios, donde Él se transparenta al sujeto.

Nada puede sustituir esta experiencia humana fundamental. Pocas cosas son tan fatigosas e imprescindibles como la formación de una conciencia madura. Es este un campo privilegiado de la acción pastoral de la Iglesia.

Lo que se reclama de cada ciudadano es este alto ideal cívico: entrar en la tarea cotidiana de construir la sociedad, aportando lo que en conciencia se considera lo mejor, lo más noble, lo más justo y verdadero, lo que es más conforme con la propia condición humana.

Cuando ese ciudadano es además un discípulo de Cristo, su conciencia se encuentra orientada decisivamente por la fe.
En los primeros siglos, cuando los cristianos eran enfrentados a la exigencia de adorar al Emperador romano, su respuesta solía ser: “Nosotros no rezamos al César, sino por el César”.

Esta es la conciencia cristiana. Solo Dios es su Señor. Y este señorío da al hombre libertad interior y vigor moral.

3. El tercer tiempo de nuestra reflexión tiene que ver con el diálogo sereno y respetuoso. Porque “argumentar desde la razón” es hablar del diálogo, como medio específicamente espiritual de encuentro humano. Se argumenta cuando se está en diálogo con otro, buscando juntos, a partir de perspectivas y visiones diversas, la verdad, el bien común y lo que es justo, aquí y ahora.

La Iglesia cuando apela al diálogo tiene como meta de su acción pastoral la amistad social como la realización más perfecta de la vida ciudadana. Es verdad que, hoy por hoy, otras corrientes de pensamiento político consideran que no es el diálogo, y menos aún la amistad social, el motor de la vida social, sino el conflicto, la confrontación y la lógica que distingue amigos de enemigos.

La Iglesia sabe muy bien que no puede ni debe hacer valer políticamente su enseñanza social. Ella apela a las conciencias y a la buena voluntad. Propone, ilustra y explica. Confía en la fuerza misma de la verdad, capaz de abrirse camino en la conciencia humana.

4. El cuarto tiempo es la conciencia ciudadana como punto fundamental de convergencia entre la fe y la política.
No hay una línea directa entre el Evangelio y las realidades sociales, políticas o económicas. La fe no ofrece una cultura política completa. La distinción entre valores religiosos, morales y políticos constituye un logro del pensamiento laico y de la reflexión teológica.

Son los integrismos -de diversa índole- los que suelen difuminar estos límites hasta la identificación completa entre religión, política y moral.

Es aquí donde queda abierto el espacio para la conciencia autorresponsable del ciudadano. Aquí se inserta la responsabilidad cristiana frente al mundo. Aquí la fe ofrece su servicio a la razón: la purifica de la ceguera ética frente a las exigencias del bien y de la verdad. Le ofrece libertad.

De esta libertad habla el canon 227 del Código de Derecho Canónico. Dice así:

“Los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables”.

Este es uno de los derechos que la legislación canónica de la Iglesia reconoce a los fieles cristianos laicos. No es una concesión graciosa, sino el reconocimiento de la condición de sujeto responsable que el bautismo y la confirmación conceden a cada cristiano.

Desglosar su contenido excede los límites de esta reflexión. Solo quisiera anotar tres cosas.

Primero, el reconocimiento de un amplio espacio de libertad al fiel cristiano laico en materia política. En segundo lugar, la apelación a la inspiración evangélica de su empeño ético en este campo. Tercero, una fidelidad al magisterio de la Iglesia que, por su propia naturaleza, lleva al fiel laico a un difícil pero irreemplazable discernimiento moral a la hora de actualizar las exigencias de la justicia en el terreno siempre contingente y lábil de las opciones políticas.

Cualquier forma de teologización de la política, o de politización de la fe son más bien atajos que, a la larga, nos desvían del camino recto, fatigoso y nunca acabado de ser fieles al Evangelio en un mundo cambiante, pero siempre abierto a la acción transformadora de la fe.


Iglesia, política y ciudadanía III: relatos e imágenes bíblicos

P. Sergio Buenanueva

En este nuevo artículo voy a centrar mi atención en el concepto de “ciudadanía”.

Me aparto por esta vez de la letra de la encíclica. Quisiera ilustrar el contenido de este concepto con dos relatos bíblicos.

Según la Real Academia de la Lengua española, la voz “ciudadanía” tiene tres acepciones, a saber: “1. Cualidad y derecho de ciudadano. 2. Conjunto de los ciudadanos de un pueblo o nación. 3. Comportamiento propio de un buen ciudadano.”

No es un concepto primariamente teológico. Ser ciudadano es algo que pertenece al orden natural. Es propio de la misma condición humana.

La fe lo respeta como tal; lo ilumina y nos ofrece motivos nuevos para asumirlo plenamente en nuestra vida cotidiana.

Como decían los Obispos a fines del año pasado: “No sin razón se ha dicho que los argentinos somos 37 millones de habitantes, pero no logramos ser 37 millones de ciudadanos.

El habitante usufructúa la Nación y sólo exige derechos. El ciudadano la construye porque, además de exigir sus derechos, cumple sus deberes.” (Una luz para reconstruir la Nación 20).

1. Vamos ahora a la Biblia. Empecemos por uno de los relatos primordiales. Nos ayudará a comprender nuestro tema desde un punto de vista negativo; es decir: la negación de la ciudadanía. Es el relato de Caín y Abel.

“El Señor dijo a Caín: «-¿Dónde está Abel, tu hermano?» Contestó: «- No sé, ¿soy yo el guardián de mi hermano?».

Replicó: «-¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra» …” (Gn 4,9-10).

Caín reniega de cualquier tipo de responsabilidad de cara a su hermano. Ha madurado la decisión de excluirlo de su campo de intereses primordiales. Se desentiende, porque reclama la soberanía absoluta de su libertad. Lo percibe como una amenaza a su libertad.

Esta concepción de los vínculos sociales tiene un punto de partida preciso: Caín ha eliminado a Abel, por una concatenación de razones que no son fáciles de comprender. Una mezcla de egoísmo, envidia y dolor porque la plegaria de su hermano pudo llegar al corazón de Dios.

Decíamos arriba que no se trata de un concepto teológico en sentido estricto. Es del orden natural. Sin embargo, la escena bíblica nos permite comprender que la relación con Dios es determinante para la vida concreta de todos los vínculos, incluidos los sociales.

El modo como estamos delante de Dios y con Él condiciona también el modo como nos posicionamos frente a los demás.

La dimensión religiosa de la vida pública y cívica es un tema que deberá ocupar más nuestra atención. No para aferrarnos a modelos pasados; tampoco para reclamar a la Iglesia o sus ministros un rol que no resulta acorde a la conciencia que hoy tenemos de la vida social; sino para descubrir cómo tendremos que vivir la esencial relación con Dios en la vida pública de hoy y de mañana.

La laicidad de la que hemos hablado en artículos anteriores no significa exclusión de los valores y símbolos religiosos. Debe hacer lugar a un reconocimiento explícito, positivo y real del lugar que el hecho religioso y que las religiones concretas han tenido y tienen en la vida de las personas, de los pueblos y de sus sistemas de valores.

A los creyentes los pone ante el desafío de vivir la secularidad como un valor positivo, exigente y provocador para la propia fe.

La Biblia vuelve una y otra vez sobre estas cosas. La relación con Dios, las relaciones interpersonales e incluso la relación consigo mismo constituyen un todo diferenciado, pero armónico. Lo que no funciona en una, repercute en todas.

Del relato y de las imágenes bíblicos pasemos ahora a la reflexión que nos interesa. La negación de la ciudadanía está en la negación del vínculo que me une, más allá de mis opciones o gustos, a todos los Abel que conviven conmigo. Mi libertad coexiste con las libertades de los demás.

2. Pasemos ahora a una conocidísima parábola de Jesús: el Buen Samaritano (Lc 10,25-37). Nos ayudará a comprender el contenido positivo del concepto. En realidad, casi podríamos tomarlo como sinónimo de un término cristiano: prójimo. Ciudadano es sinónimo de prójimo.

“El, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: «- ¿Y quién es mi prójimo?» Jesús le contestó: «- Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó … ¿Quién de los tres te parece que se portó como prójimo del que tropezó con los bandoleros?» Contestó: «- El que lo trató con misericordia» Y Jesús le dijo: «Ve y haz tú lo mismo»” (Lc 10,29-30.37).

Recordemos de paso que las parábolas de Jesús tienen siempre un elemento de sorpresa que tiene la función de sacudir al interlocutor, provocándolo más allá de sus expectativas.

En esta parábola, la sorpresa está en el cambio de acento a la pregunta que Jesús hace. No es tan importante preguntarse quién es mi prójimo, cuanto hacerme yo mismo prójimo. Y prójimo de una víctima.

El escriba ha acertado cuando responde: prójimo fue el que trató con misericordia al pobre tipo apaleado.

Aquí el movimiento es contrario al de Caín. Así, ciudadanía es interesarse, dejarse interpelar por todo lo que hay en el camino, sobre todo por el dolor de las víctimas.

Aquí hay mucha tela para cortar, como se dice. Retomando lo que decía en reflexiones anteriores, la formación de la conciencia ciudadana plantea a la acción pastoral de la Iglesia un desafío formidable.

El Papa Benedicto hablaba de sensibilizar ante las exigencias irrenunciables de la justicia que, en muchas ocasiones, reclaman prioridad absoluta, sobre todo frente a la tiranía del yo y sus propios deseos desordenados (lo que llamamos en teología: la concupiscencia).

Pero hay aún mucho más. No puede edificarse una sociedad auténticamente humana si no se potencian las energías espirituales más hondas del corazón y la conciencia. No basta la justicia.

Esto significa renovar desde dentro la vida social con valores tales como el perdón, la solidaridad, la laboriosidad y el respeto por el ecosistema, entre otros.

En pocas palabras: con la fuerza del “agapé”, a la medida de Cristo, el Buen Samaritano..

Si hubiera que resumir en una frase apretada el contenido positivo de la ciudadanía, desde esta luz que proviene de la parábola del Buen Samaritano, podríamos decir sencillamente: “Hazte cargo de tu hermano, trátalo con misericordia. Su suerte es también la tuya”.
 
Ahora sí podemos retomar el segundo sendero que ha de transitar -según el pensamiento del Papa- la lucha de la Iglesia y de los cristianos por la justicia: despertar las energías espirituales y morales de las personas.
Lo dejamos para otro momento.


Ante el deber y el derecho de elegir. 10/2007 EAPSM


Instan a participar de los comicios por derecho y por deber

Mendoza, 12 Oct. 07 (AICA)

Elecciones y la formación ciudadana
El Equipo Arquidiocesano de Pastoral Social de Mendoza instó a los ciudadanos a participar de las próximas elecciones a fin de fortalecer la auténtica democracia, y recordó que “el acto de elegir a quienes nos han de gobernar es un derecho y un deber, un deber no menos que un derecho”.

     También convocan a votar poniéndose de lado “de una vida digna para todos, en todos los órdenes: rechazando todo lo que produce muerte, valorando el trabajo y su justa remuneración, exigiendo que todos tengamos acceso a la salud, a la educación, a la cultura; pidiendo que se cuide el matrimonio y la familia, y procurando que no nos encandile el crecimiento macroeconómico.

Ante el deber y el derecho de elegir
     El texto de la declaración del Equipo Arquidiocesano de Pastoral Social es el siguiente:

     Muy cercanos ya a la fecha de las elecciones, sabemos que el acto de elegir a quienes nos han de gobernar es un derecho y un deber, un deber no menos que un derecho.

     Sentimos como una responsabilidad seria afirmar que no hay auténtica democracia si los ciudadanos no participamos.

     Participar implica:
     o     ante todo concurrir a votar: el voto de cada uno vale.
     o     informarse adecuadamente de las propuestas de los partidos y de la trayectoria de los candidatos, en cada uno de los niveles: municipal, provincial, nacional.
     o     no rehuir las responsabilidades que corresponden a las autoridades de cada mesa de elec-ciones: presidente y vicepresidentes de mesa, en caso de ser designados.

     Los Obispos nos han exhortado a que “descubramos mejor nuestra vocación por el bien común y así nos convirtamos de habitantes en ciudadanos, corresponsables de la vida social y política”.

     Hace falta que todos nos pongamos del lado de una vida digna para todos, en todos los órdenes:
     *     rechazando todo lo que produce muerte: aborto, droga, alcoholismo, exclusión, marginación, explotación, inseguridad, degradación del ambiente...
     *     valorando el trabajo y su justa remuneración: la desocupación es un ataque directo a la dignidad humana y un pecado social
     *     exigiendo que todos tengamos acceso a la salud, a la educación, a la cultura
     *     que se combatan las causas de la inseguridad mediante la inclusión social, sobre todo de los jóvenes
     *     que se cuide el matrimonio y la familia: deben recibir contención espiritual, psicológica y material; los padres son los primeros educadores de sus hijos
     *     procurando que no nos encandile el crecimiento macroeconómico: las políticas y el estilo de vida que endiosan al mercado y fomentan el consumo desenfrenado son causas de la injusta distribución de los bienes y del uso irracional e inequitativo de los recursos naturales.+