jueves, 19 de abril de 2012

Praxis de liberación, teología y evangelización

El énfasis de toda la Iglesia en una nueva evangelización, junto con la celebración del próximo Año de la Fe, bien merecen que se rescate el texto que sigue, de los años 70, ponencia del P.Gustavo Gutiérrez en un espacio de intercambio teológico latinoamericano titulado entonces "Diálogos en el CELAM". Se trata de un texto difícilmente asequible hoy día. Como pienso que vale cotejar las ideas del entonces Pbro. Gustavo Gutiérrez, hoy Fraile dominico y reconocido Maestro en Teología, con las que hoy nos animan, he transcripto dicha ponencia y la pongo a disposición de Uds.

Enrique Endrizzi


PRAXIS DE LIBERACIÓN, TEOLOGÍA Y EVANGELIZACIÓN
P. Gustavo Gutiérrez
Del libro “Liberación: Diálogos en el CELAM”, Consejo Episcopal Latinoamericano, Nº 16, 1973, págs. 68-85.


La teología es una inteligencia de la fe. Es una relectura de la Palabra tal y como es vivida en la comunidad cristiana. Pero se trata de una reflexión orientada hacia la comunicación de la fe, hacia el anuncio de la Buena Nueva del amor del Padre por todos los hombres. Evangelizar es dar testimonio de ese amor y decir que él nos es revelado y se hace carne en Cristo.
El discurso sobre la fe se sitúa entre esa experiencia y esta comunicación. El quehacer teológico echa sus raíces en nuestro ser hombre y ser cristiano, y se hace en función del anuncio de la Buena Nueva. Es por eso que la tarea teológica es permanente y cambiante al mismo tiempo. Se es cristiano en el seno de una historia que transforma continuamente las condiciones de la vida humana. El Evangelio debe ser anunciado a hombres que se realizan a medida que forjan su propio destino. El discurso teológico se hace sobre una verdad que es camino, sobre una Palabra que ha puesto su tienda en medio de la historia. Tarea de siempre, la teología reviste formas diversas en función de la experiencia cristiana y del anuncio del Evangelio a los hombres en un momento dado del devenir histórico.
Los últimos años de América Latina se caracterizan por el descubrimiento real y exigente del mundo del otro: el pobre, el marginado, la clase explotada. En un orden social hecho económica, política e ideológicamente por unos pocos y para beneficio de ellos mismos, el “otro” de esta sociedad -las clases populares explotadas, las culturas oprimidas, las razas discriminadas- comienza a hacer oír su propia voz. Empieza a hablar cada vez menos por intermediarios, y a decir directamente su palabra, a redescubrirse a sí misma y a hacer que el sistema perciba su presencia inquietante. Comienza a ser cada vez menos objeto de manipulación demagógica, o de asistencia social, más o menos disfrazada, para convertirse poco a poco en sujeto de su propia historia, y forjar una sociedad radicalmente distinta.
Pero ese descubrimiento sólo se hace desde la inserción en la praxis histórica de liberación que busca la construcción de una sociedad de veras igualitaria, fraterna, justa y libre.
Desde hace un cierto tiempo un creciente número de cristianos participa en ese proceso de liberación y a través de él en el descubrimiento del mundo de los explotados y marginados del continente. Este compromiso da lugar a una nueva manera de ser hombre y creyente, de vivir y pensar la fe, de convocar en “ecclesía”.
Esta participación de los cristianos en el proceso de liberación tiene grados de radicalidad variable, se expresa con lenguajes en búsqueda que avanza “por ensayo y por error”. A veces se empantana en recodos en el camino, en otras aprieta el paso gracias a tal o cual acontecimiento. Pero se va haciendo un camino cuya novedad para una reflexión teológica, y para la celebración en comunidad de la fe, se está revelando paulatinamente.
En las páginas que siguen quisiéramos hacer algunas consideraciones sobre una tarea teológica que parte de una praxis histórica de liberación a través de la cual los pobres y oprimidos de este mundo están intentando construir un orden social diferente y una nueva manera de ser hombres. Reflexión teológica movida por el deseo de decir, desde esa solidaridad, la Palabra del Señor a todos los hombres.


I. DESDE LA PRAXIS DE LIBERACIÓN
La irrupción del otro, del pobre en nuestras vidas lleva a una solidaridad activa con sus intereses y sus luchas. Ese compromiso se traduce a un empeño por transformar un orden social que libera marginados y oprimidos. La participación en la praxis histórica de liberación es en última instancia una praxis de amor. De amor a Cristo en el prójimo, de encuentro con el Señor en medio de una historia conflictual.
-¿Quién fue el prójimo de éste?
Redescubrir al otro es entrar en su propio mundo y supone una ruptura con el nuestro. El mundo del repliegue sobre sí mismo, mundo del “hombre viejo”, no es sólo interior, está marcado por condicionamientos sociales y culturales. Entrar en forma concreta y exigente en el mundo del otro, del pobre, es comenzar a ser “hombre nuevo”. Es un proceso de conversión.
El amor al prójimo es un componente esencial de la existencia cristiana. Pero mientras yo considere como prójimo al “cercano”, aquel que yo encuentro en mi camino, al que viene a mí solicitando ayuda (“¿quién es mi prójimo?”) mi mundo pertenece al mismo. Todo asistencialismo individual, toda reforma superficial de la sociedad es un amor que no sale del patio de su casa: “si aman a los que los aman ¿qué recompensa van a tener?”. Si por el contrario considero como mi prójimo a aquel en cuyo camino yo me pongo, al “lejano”, al que me aproximo (“¿quién de estos tres fue prójimo de éste?”), sí me hago prójimo de aquel a quien salgo a buscar por calles y plazas, por fábricas y barrios marginales, por campos y minas, mi mundo cambia. Eso es lo que ocurre cuando se hace una auténtica y efectiva “opción por el pobre”, porque el pobre es para el Evangelio el prójimo por excelencia. Esta opción constituye por eso el eje sobre el que gira hoy una nueva manera de ser hombre y de ser cristiano en América Latina1. Pero el “pobre” no existe como un hecho fatal, su exigencia no es neutra políticamente, ni éticamente inocente. El pobre es el superproducto del sistema en que vivimos y del que somos responsables. Es el marginado de nuestro mundo social y cultural. Es más pobre el oprimido, el explotado, el despojado del fruto de su trabajo, el expoliado de su ser de hombre. Es por ello que la pobreza del hombre, del pobre no es un llamado a una acción generosa que la alivie, sino exigencia de construcción de un orden social distinto.
Es necesario sin embargo dar un paso más. Optar por el pobre y por el oprimido a través de un compromiso liberador hizo percibir que no es posible aislarlo del conjunto social al que pertenece, de otro modo no saldríamos de un “compadecernos de su situación”. El pobre, el oprimido, es miembro de una cultura no respetada, de una raza discriminada, de una clase social explotada -sutil o abiertamente- por otra clase social. Optar por el pobre es optar por el marginado y explotado contra los grupos dominantes, tomar conciencia del conflicto social y tomar partido por los desposeídos. Optar por el pobre es entrar en el mundo de la raza, la cultura y la clase social oprimida, en el universo de sus valores, de sus categorías culturales. Es hacerse solidario con sus intereses y con sus luchas. El pobre es, pues, alguien que cuestiona el orden social imperante. Solidarizarse con el pobre es tomar conciencia de la injusticia sobre la que este orden está construido y de los múltiples medios que emplea para consolidarse. Es también comprender que no se está con el pobre y oprimido si no se está contra la explotación del hombre por el hombre. Pero por lo mismo esa solidaridad no se entiende en un no al actual estado de cosas, sino que es un esfuerzo por forjar una sociedad en la que el trabajador no esté supeditado al propietario de los medios de producción, una sociedad en la que a la apropiación social de la gestión política se sume la apropiación social de la libertad real, y emerja así una nueva conciencia social.
La solidaridad con el pobre implica la transformación del actual orden social. Implica una praxis histórica liberadora, es decir, una actividad transformadora orientada a la creación de una sociedad justa y libre.


Transformación de la historia y amor liberador
Desde hace dos siglos el hombre ha comenzado a experimentar que es capaz de transformar acelerada y controladamente el mundo en que vive. Esa experiencia ha cambiado el curso de la historia y marca definitivamente nuestra época. Se han abierto así posibilidades insospechadas para la vida del hombre en la tierra, pero su captación en provecho de una minoría de la humanidad ha provocado la frustración y la exasperación de las masas desposeídas.
Lo que se ha llamado la revolución industrial significó el comienzo de una etapa de producción rápida y amplia de bienes de consumo para el hombre, basada en una capacidad de transformación de la naturaleza ignorada hasta entonces2. El surgimiento de la ciencia experimental había iniciado ya el dominio de la naturaleza, pero este señorío no se hará plenamente consciente y maduro sino cuando el conocimiento científico se traduce en técnica de manipulación del mundo material y en posibilidad de satisfacer en gran escala necesidades vitales del hombre3. Las fuerzas productivas del hombre se ven así acrecentadas más allá de límites previsibles y cambian revolucionariamente la actividad económica de la sociedad. Ese proceso ha continuado y avanza en espiral y estamos hoy en lo que se denomina una segunda revolución industrial. Todo esto ha dado al hombre contemporáneo la conciencia de que es capaz de modificar radicalmente sus condiciones de vida y ha constituido una afirmación clara y estimulante de su libertad frente a la naturaleza. Pero ha producido también entre los pueblos de la tierra las más abismales diferencias que la historia haya jamás conocido.
En efecto, una de las más incontroladas consecuencias de la revolución industrial fue el progresivo remplazo del hombre por la máquina. Esto creó un excedente social marginal al circuito de producción de la riqueza: el así llamado “ejército industrial de reserva”, constituido por una masa creciente de marginados no reabsorbidos por el sistema. De este costo social del acelerado ritmo de industrialización y del correspondiente “boom” tecnológico no se tomó conciencia en el siglo XIX, sino tardíamente. Es más, a medida que el progreso técnico se fue haciendo más y más refinado y el nivel de vida de los países desarrollados más alto, este proceso se acompañó de una división internacional del trabajo que produjo las enormes diferencias entre países a que aludimos más arriba.
Por ello, si bien es cierto que la revolución industrial ha dado al hombre contemporáneo una situación y un poder único para transformar la naturaleza, no es menos cierto que agudizó las condiciones de la sociedad hasta llegar a una situación de crisis internacional que las medidas de fuerza no logran ya ocultar.
Estas consecuencias de la revolución industrial permiten comprender mejor los alcances de otro proceso histórico, cuyos orígenes se sitúan en los mismos años y que hacen percibir otra dimensión de la acción transformadora del hombre. Nos referimos a la dimensión política. La revolución francesa representó la experiencia de la posibilidad de una transformación profunda del orden social existente. En ella se proclama el derecho de todo hombre a participar en la conducción de la sociedad a la que pertenece. No interesan acá los avatares inmediatos de esa revolución política, ni siquiera el carácter en buena parte declarativo de esa proclamación. Lo que importa es que con todas sus ambigüedades este hecho pone fin a un tipo de sociedad y suscitará en adelante la aspiración de todo el pueblo a participar efectivamente en el poder político y asumir activamente su papel en la historia; en suma, la aspiración a una sociedad de veras democrática. Como en el caso anterior estamos ante una nueva afirmación de la libertad del hombre, esta vez en relación con la organización social. Pero esta estructura democrática de la sociedad, para que sea real, supone condiciones económicas justas, que al no darse ni hacia el interior de los países subdesarrollados ni en la relación exterior de éstos con los países desarrollados, crean tensiones agudas y explosivas tanto a nivel nacional como en el contexto internacional.
Los contemporáneos de los comienzos de estos hechos tiene una conciencia aguda de estar en el umbral de una nueva etapa histórica marcada por la razón crítica y la libertad transformadora del hombre4. Todo esto dará lugar, para ellos, a un hombre distinto, más dueño de sí mismo y de su destino en la historia. De una historia que en adelante no podrá ser percibida si desligan naturaleza y sociedad. La revolución industrial y la revolución política aparecerán, en efecto, cada vez más claramente no como dos procesos ocasionalmente contemporáneos o convergentes, sino como dos movimientos dependientes el uno del otro. A medida que ambos avanzaban se hacía más nítida su implicancia mutua. Transformar la historia supondrá, pues, necesariamente transformar simultáneamente la naturaleza y la sociedad. En esta praxis transformadora hay más que una conciencia del significado de la actividad económica o de la acción política, hay una nueva manera de ser hombre en la historia. Pero hablar de una transformación de la historia desde los pueblos dominados y los hombres marginados, desde los pobres de este mundo, nos lleva a verla como una praxis liberadora. Es decir, a ver en ella algo que escapa tal vez cuando se la considera desde esa minoría de la humanidad que dispone mayoritariamente de los medios científicos y técnicos, así como del poder político en el mundo de hoy. Es por eso que esa praxis liberadora adquiere una perspectiva subversiva. Subversiva de un orden social en el que el pobre, el otro de esta sociedad apenas comienza a hacerse escuchar5.
Lo que está realmente en juego no es pues una mayor reaccionalidad de la actividad económica, o una mejor organización social, sino a través de ellas una cuestión de justicia y de amor. Los términos son clásicos y tal vez poco empleados en un lenguaje estrechamente político, pero ellos nos recuerdan toda la densidad humana que está comprometida en el asunto. Ellos nos traen a la memoria que estamos hablando de hombres, de pueblos enteros que sufren miseria y expoliación, que no pueden hacer uso de los más elementales derechos humanos, que apenas saben que son hombres. Es por ello que la praxis liberadora en la medida en que parte de una auténtica solidaridad con el pobre y oprimido es en definitiva una praxis de amor. De amor real, eficaz, histórico, por hombres concretos. De amor al prójimo y en él, de amor a Cristo que se identifica con el más pequeño de nuestros hermanos los hombres. Todo intento de separar amor a Dios y amor al prójimo da lugar a actitudes empobrecedoras en un sentido u otro. Es fácil así oponer una “praxis del cielo” a una “praxis de la tierra” y viceversa. Fácil, pero no fiel al Evangelio del Dios hecho hombre. Más auténtico y hondo nos parece, por eso, hablar de una praxis de amor que echa sus raíces en el amor gratuito y libre del Padre, y que se hace historia en la solidaridad con los pobres y desposeídos y a través de ellos en la solidaridad con todos los hombres.


II. CREER PARA COMPRENDER
El compromiso en el proceso de liberación, con todas sus exigencias políticas, significa asumir real y efectivamente el mundo del pobre y del oprimido. Esto lleva a una nueva exigencia espiritual en el seno mismo de la praxis liberadora. Esa es la matriz de una nueva reflexión teológica, de una inteligencia de la Palabra, don gratuito de Dios, que irrumpe en la existencia humana y la transforma.


1. Pobreza y vida en el Espíritu
La praxis de liberación debe llevar a hacerse pobre con los pobres. Para el cristiano comprometido en ella esto será una manera de identificarse con Cristo que vino al mundo para anunciar el Evangelio a los pobres y liberar a los oprimidos. La pobreza evangélica comenzó a ser vivida como un acto de liberación y de amor hacia los pobres de este mundo, como solidaridad con ellos y protesta contra la pobreza en que viven, como identificación con los intereses de las clases oprimidas y como recusación de la explotación y alienación del hombre es el egoísmo, la razón profunda de la pobreza voluntaria es el amor al prójimo. La pobreza -resultado de la injusticia social que tiene en el pecado su raíz más honda- es asumida no para hacer de ella un ideal de vida, sino para testimoniar del mal que representa. Así como la condición pecadora y sus consecuencias fueron asumidas por Cristo, no para idealizarlas ciertamente, sino por amor y solidaridad con los hombres y para redimirlos del pecado. Para luchar contra el egoísmo humano y abolir toda injusticia y división entre los hombres. Por consiguiente el testimonio de pobreza vivido con una auténtica imitación de Cristo, en lugar de alejarnos del mundo nos coloca en el corazón mismo de la situación de despojo y opresión y desde allí anuncia y vive la pobreza espiritual como total disponibilidad a Dios, como infancia espiritual6.
Todo esto significa entrar en un mundo distinto y configura una experiencia cristiana inédita llena de posibilidades y promesas, pero también de impases y recodos en el camino; no hay vida ni cómoda ni triunfal para la vida de la fe. No faltan quienes absorbidos por las exigencias políticas del compromiso liberador, viven las tensiones de hacerse solidario con los explotados perteneciendo a una Iglesia en la que muchos están ligados al orden social imperante, ven perder dinamismo a su fe y sufren angustiosamente una dicotomía entre su ser cristiano y su acción política. Lo que es más cruel es el caso de aquellos que ven desaparecer el amor a Dios en beneficio de lo que él mismo suscita y alimenta: el amor al hombre. Un amor, entonces, que no sabiendo mantener la unidad exigida por el Evangelio, ignora toda la plenitud que él encierra en sí mismo.
Estos casos existen. La honestidad más elemental lleva a reconocerlo. Estar presente en estas zonas fronterizas de la comunidad cristiana en las que se da con mayor intensidad el compromiso revolucionario, no es estar en aguas tranquilas. La dificultad es pues real. Pero las pistas de solución sólo pueden surgir del corazón mismo del problema. Las medidas protectoras velan la realidad y atrasan una respuesta fecunda. Ellas manifestarían además un olvido de la urgencia y seriedad de las razones que llevan a un compromiso con los hombres explotados por un sistema cruel e impersonal; y en definitiva es no creer en la fuerza del Evangelio y de la fe. De ahí que donde el anuncio evangélico parezca sumergirse en lo puramente histórico, debe nacer la reflexión teológica, la espiritualidad y la nueva predicación de un mensaje cristiano encarnado -no disuelto- en nuestro aquí y ahora. Evangelizar, escribía Chenu, es encarnar el Evangelio en el tiempo. Ese tiempo hoy es confuso y tenebroso sólo para quien, carente de esperanza, no sabe o vacila en creer que el Señor está presente en él.
Y de hecho, el compromiso liberador está significando para muchos cristianos una auténtica experiencia espiritual en el sentido original y bíblico del término: un vivir en el Espíritu que nos hace reconocernos libres y creativamente hijos del Padre y hermanos de los hombres (“Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba, Padre”). En Cristo nos hacemos simultáneamente e inseparablemente hijos y hermanos (“el que me ve a mí ve al Padre”, “el que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano”). Sólo mediante gestos concretos de amor y solidaridad será efectivo nuestro encuentro con el pobre, con el pobre explotado, y en él nuestro encuentro con Cristo (“a mí me lo diste”). Nuestra negativa de amor y solidaridad será un rechazo de Cristo (“a mí me lo negaste”). El pobre, el otro, surge como un revelador del totalmente Otro. De eso se trata, de una vida en presencia del Señor en el interior mismo de una actividad que de un modo u otro dice relación con el mundo político; mundo de enfrentamientos de intereses y de conflictos y que exige, además, un nivel de racionalidad científica para comprenderlo en su complejidad. Se trata de ser, parafraseando una expresión célebre, “contemplativos en la acción política”. Estamos poco acostumbrados a esto. Una experiencia espiritual nos parece algo que debe darse al margen de las realidades humanas tan poco puras como las políticas. Las formas concretas de nuestra inserción en esas realidades políticas dependen de nuestra ubicación en la sociedad y en la comunidad eclesial. Sin embargo, hacia eso estamos yendo, hacia un encuentro con el Señor no en el pobre “aislado y bueno”, sino en el oprimido que lucha ardientemente por sus más elementales derechos y por la construcción de una sociedad en la que se pueda vivir como hombres. La historia es el lugar en que Dios revela el misterio de su persona. Su palabra llega a nosotros en la medida de nuestra inserción en el devenir histórico.
Optar por el pobre, identificarse con su suerte, compartir su destino, es querer hacer de esa historia una historia de fraternidad auténtica para todos los hombres. Eso es acoger el don gratuito de la filiación. Es optar por la Cruz de Cristo, en la esperanza y la alegría de su Resurrección.
En estas condiciones concretas se da el proceso de conversión evangélica, punto nodal de toda espiritualidad. La conversión es una salida de una mismo y una apertura a Dios y a los demás; ella implica ruptura, pero sobre todo significa emprender una nueva senda7. Y por eso mismo no es una actitud intimista y privada, sino un proceso que se da en el medio socio-económico, político y cultural en el que se vive y que debe ser transformado. El encuentro con Cristo en el pobre constituye una auténtica experiencia espiritual. Un vivir en el Espíritu, lazo de amor entre el Padre y el Hijo, entre Dios y el hombre, entre hombre y hombre. Los cristianos comprometidos en una praxis histórica de liberación, intentan vivir en ella esta comunión profunda: el amor a Cristo en el encuentro solidario con los pobres, la fe en nuestra situación de hijos del Padre forjando una sociedad de hermanos, y la esperanza en la salvación de Cristo en el compromiso por la liberación de los oprimidos.
Se trata de una experiencia unificante que con frecuencia se empobrece cuando busca expresarse. Tal vez debido al manejo de teologías que tienden a separar y hasta oponer los elementos de esta exigencia, o a la actitud defensiva adoptada frente a sectores cristianos que ven en el compromiso por la liberación un cuestionamiento a sus privilegios en el actual orden social. Se trata de una experiencia cristiana que no está exenta del peligro de identificaciones simplistas y de reducciones distorsionadoras, pero que intenta con audacia y hondura, vivir en Cristo asumiendo la historia de sufrimiento y de injusticia de los pobres de este continente. En la medida en que esta experiencia ha logrado expresarse con autenticidad, y liberarse de un lenguaje mediatizado, su aporte ha comenzado a ser fecundo para toda la comunidad eclesial.


2. Comprender la fe
En la raíz de toda teología está el acto de fe. Pero no como simple adhesión intelectual al mensaje, sino como acogida vital al don de la Palabra escuchada en la comunidad eclesial, como encuentro con el Señor, como amor al hermano. Se trata de la existencia cristiana tomada en su totalidad.
Acoger la Palabra, hacerla vida, gesto concreto, es el punto de partida de la inteligencia de la fe. Ése es el sentido del “credo ut intelligam” de San Anselmo, tal como lo ha expresado en su texto célebre: “Yo no intento, Señor, penetrar en tu profundidad, porque mi inteligencia no podría de ningún modo agotarla; pero deseo comprender en cierta medida, qué cree y ama mi corazón. No busco comprender para creer, sino que creo para comprender. Puesto que estoy seguro de que si yo no creyese, yo no comprendería” (Proslogion, final del primer capítulo).
El primado de Dios y la gracia de la fe dan razón de ser al trabajo teológico. A partir de ahí puede entenderse apropiadamente que si el cristiano busca comprender su fe, es, finalmente, en función de la “imitación de Cristo”, vale decir, para sentir, pensar y actuar como él. Una auténtica teología es siempre una teología espiritual, tal como la entendían los Padres. La vida de fe no es pues sólo el punto de partida, es también el punto de llegada del quehacer teológico. Creer y comprender se hallan en una relación circular.
La teología pone siempre en juego una cierta racionalidad aunque no se identifique con ella. Esta racionalidad corresponde al universo del creyente. Toda teología se pregunta por la significación de la Palabra de Dios para nosotros en el presente de la historia y los intentos de respuesta se hacen en función de nuestra cultura, de los problemas que se plantean a los hombres de nuestro tiempo; desde ese universo cultural reformulamos el mensaje del Evangelio y de la Iglesia para nuestros contemporáneos y para nosotros mismos.
Eso fue lo que intentó, por ejemplo, la teología tomista sirviéndose audazmente de la filosofía aristotélica y de toda la visión del mundo a la que ella estaba ligada. Se dio así un paso de capital importancia en la comprensión de la fe. Hoy asistimos a una crisis de la racionalidad empleada clásicamente en teología. El asunto ha sido estudiado ampliamente y sus causas señaladas con precisión; no interesa por eso aquí entrar en detalles al respecto. Esto ha dado lugar al eclecticismo filosófico que es uno de los rasgos de una cierta teología contemporánea. Ha dado lugar también a búsquedas no tanto para reconstruir un imposible sistema teológico unitario, sino para encontrar nuevas sendas en la reformulación de la Palabra8. De una manera tal vez más radical, ha provocado cuestionamientos en materia de teoría del conocimiento9. Asunto tal vez no suficientemente presentado en el pensamiento teológico, pero sobre el que urge interrogarse. ¿Cuáles son los supuestos en el acercamiento de la teología a la realidad histórica? ¿Cuál es el peso de la ubicación de la institución eclesial en la sociedad actual sobre nuestra reflexión teológica? O para decirlo con una expresión hoy muy usada, ¿desde dónde habla el teólogo? ¿Para qué y para quién habla? Estos planteamientos han llevado a una cuestión capital que surge siempre en momentos en que se cierra una etapa y se abre otra: ¿qué es hacer teología?
En estos replanteamientos el surgimiento del conocimiento científico juega un papel importante. En particular cuando incursiona en el campo de la historia y de la sicología. Las ciencias son expresiones de la razón humana que nos descubren aspectos de la naturaleza y del hombre que escapan a otras formas de acercamientos a esas realidades, y por lo tanto no pueden ser descuidadas por la teología. La reflexión conserva, aunque roturando nuevos caminos, toda su vigencia y se enriquece en permanente diálogo con las ciencias. Ella responde a cuestiones que no son del dominio de las ciencias y da su aporte propio al conocimiento de la historia y al papel de la acción libre y creadora del hombre. Esta complejidad y multidimensionalidad del conocimiento humano es puesta en juego en la praxis histórica de liberación y contribuye a hacerla más eficaz. Y está presente también en el discurso sobre la fe que intenta hacerse desde la solidaridad con los pobres y marginados.
En efecto, una buena parte de la teología contemporánea parece haber partido del desafío lanzado por el no creyente. El no creyente cuestiona nuestro mundo religioso y le exige una purificación y una renovación profundas. Bonhoeffer asumía ese reto y formulaba incisivamente la pregunta que está en el origen de muchos esfuerzos teológicos de nuestros días: ¿cómo anunciar a Dios en un mundo que se ha hecho adulto (mündig)? Pero en un continente como América Latina el reto no viene en primer lugar del no creyente, sino del no hombre, es decir de aquel a quien el orden social existente no reconoce como tal: el pobre, el explotado, el que es sistemática y legalmente despojado de su ser de hombre, el que apenas sabe que es un hombre. El no hombre cuestiona ante todo, no nuestro mundo religioso, sino nuestro mundo económico, social, político, cultural; y por eso es un llamado a la transformación revolucionaria de las bases mismas de una sociedad deshumanizante. La pregunta no será por lo tanto cómo hablar de Dios en un mundo adulto, sino más bien cómo anunciarlo como Padre en un mundo no humano? ¿Qué implica decirle al no hombre que es hijo de Dios? Estas fueron ya, en cierto modo, las cuestiones que se plantearon en el siglo XVI a un Bartolomé de las Casas, y a muchos otros, a partir del encuentro con el indígena americano. El descubrimiento del otro, del explotado, llevó a una reflexión sobre las exigencias de la fe que contrastaba con la de quienes estaban del lado del dominador, un Ginés de Sepúlveda por ejemplo.
Al presente el marco histórico es distinto, el análisis social es otro. Pero asistimos a un redescubrimiento del pobre en América Latina. Solidarizarse con él es entrar conscientemente en la conflictiva histórica, en los enfrentamientos entre países, entre clases sociales. Es entrar por el lado del dominado y del oprimido. No obstante, no se cuestiona de veras el sistema social que crea y justifica esa situación si no se participa en esfuerzos por transformarlo radicalmente y forjar un orden distinto. Insertarse en la praxis de liberación significa asumir lo que poco antes llamábamos la complejidad y multidimensionalidad del conocimiento humano, significa en definitiva entrar en un mundo cultural diferente.
Desde ese mundo cultural, en el que nos hallamos por nuestra propia ubicación en el proceso histórico latinoamericano, intentamos reformular el mensaje evangélico. En esta perspectiva el discurso sobre la fe tomará necesariamente un camino distinto al que se le presenta a partir de los desafíos del no creyente. La teología será una reflexión crítica desde y sobre la praxis histórica de liberación en confrontación con la Palabra del Señor vivida y aceptada en la fe. Será una reflexión en y sobre la fe como praxis liberadora. Inteligencia de la fe que se hace desde una opción reflexión que arranca de un compromiso por crear una sociedad justa y fraterna y que debe contribuir a que ese compromiso sea más radical y más pleno. Discurso teológico que se hace verdad, se verifica en la inserción real y fecunda en el proceso de liberación.
Reflexionar sobre la fe como praxis liberadora es reflexionar sobre una verdad que se hace y que no sólo se afirma10, es partir de una promesa que se cumple a lo largo de la historia al mismo tiempo que la abre hacia más allá de la misma. En última instancia la exégesis de la Palabra, a la que la teología quiere contribuir, se da en los hechos; esto y no simples afirmaciones sacará a la inteligencia de la fe de toda forma de idealismo.


III. EVANGELIZACIÓN Y CONVOCACIÓN EN “ECCLESÍA”
La inserción en el proceso liberador constituye una profunda y decisiva experiencia espiritual en el corazón mismo del compromiso histórico con sus necesarias implicaciones políticas. Ésa es, lo hemos recordado ya, el solar nutricio de una manera de hacer teología que abre nuevas perspectivas.
No estamos ante nuevos campos de aplicación de viejas nociones teológicas, sino ante la provocación y la necesidad de vivir y pensar la fe en categorías socio-culturales distintas. Esto ha ocurrido otras veces en la historia de la comunidad cristiana. Siempre produjo temores e inquietudes. Pero en esa búsqueda estamos impelidos por la urgencia de decir en nuestra palabra de todos los días la Palabra del Señor.
Porque de eso se trata: de una relectura del mensaje evangélico desde la praxis liberadora. El discurso teológico opera ahí como mediador entre una nueva manera de vivir la fe y su comunicación. En efecto, si la teología es una relectura del Evangelio, ella se hace en vistas al anuncio del mensaje11.


1. Una experiencia eclesial de filiación y fraternidad
Saber que el Señor nos ama, acoger el don gratuito de su amor es la fuente profunda de su alegría de aquel que vive de la Palabra. Comunicar esa alegría es evangelizar. Es comunicar la Buena Nueva del amor de Dios que ha cambiado nuestra vida. Anuncio en cierto modo gratuito como gratuito es el amor que lo origina. En el punto de partida de la tarea evangelizadora hay, pues, siempre una experiencia del Señor: vivencia del amor del Padre que nos hace hijos y nos transforma haciéndonos más plenamente hombres y hermanos de los hombres.
Anunciar el Evangelio es anunciar el misterio de la filiación y de la fraternidad, misterio escondido desde todos los tiempos y revelado ahora en Cristo12. Es por ello que proclamar el Evangelio es convocar en ecclesía, es reunir en asamblea. Sólo en comunidad puede ser celebrada y profundizada, sólo en comunidad puede ser vivida en un único gesto como fidelidad al Señor y solidaridad con todos los hombres. Aceptar la Palabra es convertirse al otro en los otros, en los demás. Con ellos vivimos esa Palabra. La fe no puede ser vivida en su plano privado e intimista, la fe es la negación del repliegue sobre uno mismo. En el dinamismo mismo de la Buena Nueva que nos revela como hijos del Padre y hermanos entre nosotros está la creación de una comunidad, de la Iglesia, que sea signo visible ante los hombres de la liberación en Cristo. Este anuncio del Evangelio que nos convoca en ecclesía es hecho desde una opción de solidaridad real y activa con los intereses y las luchas del pobre, de las clases explotadas. Intentar situarse en este “lugar” significa una ruptura profunda con la manera de vivir, de pensar y de comunicar la fe en la Iglesia de hoy. Todo esto exige una conversión a otro mundo, una inteligencia de la fe de nuevo cuño, y lleva a una reformulación del mensaje13.
En esa reformulación, lo que se ha dado en llamar la dimensión política del Evangelio surge con un nuevo rostro. Porque se percibe con mayor claridad que antes, que no se trata de algo añadido desde fuera al Evangelio cediendo a discutibles presiones de la época, sino que estamos en presencia de un rasgo que se desprende necesariamente de él, y porque esa dimensión es asumida francamente y sin tapujos. Queda por precisar su exacto alcance y evitar todo enfoque simplista, pero un pretendido apoliticismo no puede ya encubrir una realidad evidente y debilitar una convicción cada vez más acendrada. El don de la filiación se vive en la historia. Haciendo hermanos a los hombres acogemos ese don, no de palabra sino de obra (“No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre”). Luchar contra toda injusticia, despojo y explotación, comprometerse en la creación de una sociedad más fraterna y humana es vivir el amor del Padre y testimoniarlo. El anuncio de un Dios que ama por igual a todos los hombres debe tomar cuerpo en la historia, debe hacerse historia. Proclamar ese amor en una sociedad profundamente desigual marcada por la injusticia y la explotación de unos pueblos por otros, de una clase social por otra clase social, convertirá ese “hacerse historia” en algo interpelante y conflictual. Es por eso que decíamos que la dimensión política está en el dinamismo de una Palabra que busca encarnarse en la historia.
Las exigencias evangélicas son incompatibles con la situación social que se vive en América Latina, con las formas en las que se dan las relaciones entre los hombres, con las estructuras en que se dan esas relaciones. Pero no se trata del rechazo de tal o cual injusticia individual, nos hallamos ante la exigencia de un orden social distinto. Sólo un cierto grado de madurez política permitirá una verdadera comprensión política del Evangelio e impedirá su reducción a un asistencialismo por sofisticado que sea, a una simple tarea de “promoción humana”. Evitará también una reducción de la tarea evangelizadora a una acción política que tiene sus leyes y exigencias propias. El anuncio auténtico del amor de Dios, de la fraternidad y de la igualdad radical de todos los hombres, al hombre explotado de nuestro continente, le hará percibir que su situación es contraria al Evangelio, y esto le ayudará a tomar conciencia de la profunda injusticia de ese estado de cosas. Los sectores oprimidos no adquirirán una clara conciencia política sino en la participación directa en las luchas populares; Pero en la globalidad y complejidad del proceso político que debe romper con un orden social opresor y conducir a una sociedad fraterna, la lucha ideológica tiene un lugar importante.
Ahora bien, en América Latina, se hace jugar a “lo Cristiano” un papel dentro de la ideología dominante que cohesiona y afirma a una sociedad dividida en clases antagónicas. Es frecuente, en efecto, que los sectores conservadores apelen a nociones cristianas para justificar el orden social que sirve a sus intereses y mantiene sus privilegios. Es por ello que la comunicación del mensaje releído desde ese mundo del otro, del pobre, del oprimido tendrá una función desenmascaradora de todo intento de ideologizar el Evangelio y justificar una situación contraria a las más elementales exigencias evangélicas.


2. Evangelización liberadora
¿Estamos ante un reducimiento político del Evangelio? ¿Queriendo escapar de un uso ideológico del cristianismo no estamos cayendo en otro? El peligro existe, negarlo sería ingenuo o deshonesto. Es necesario estar atento a él. La relectura del Evangelio desde la solidaridad con el pobre y con los oprimidos nos permite denunciar el cautiverio a que los poderosos someten el Evangelio para ponerlo al servicio de sus intereses. Pero esto no será realizado a cabalidad si no somos conscientes del caráter permanentemente creador y crítico del mensaje liberador del Evangelio. Mensaje que no se identifica con ninguna forma social por justa que pueda parecernos en el momento. La palabra del Señor interpela toda realización histórica y la coloca en la ancha perspectiva de la liberación radical y total de Cristo, Señor de la historia. La recaída en ideología justificadora de una situación social determinada es inevitable cuando el Evangelio no es vivido como Palabra de un Padre que nos ama libre y gratuitamente. Con un amor que renueva la faz de la tierra y que nos llama constantemente a una vida nueva en su Hijo.
La liberación de Cristo no se reduce a un plano religioso tangencial al mundo concreto de los hombres como lo pretenden quienes quieren domesticar el Evangelio. La salvación de Cristo, en efecto, es tan plena que nada escapa a ella. La evangelización es liberadora porque es anuncio de una liberación total que incluye necesariamente una exigencia de transformación de las condiciones históricas y políticas en que viven los hombres. Pero esto sólo se comprende en toda su profundidad cuando se sabe que esa liberación conduce esta misma historia más allá de ella misma, a una plenitud que está fuera del alcance de toda previsión y de todo quehacer humano.
Pero si los hombres a los que es anunciado el Evangelio no son seres abstractos y apolíticos sino miembros de una sociedad marcada por la injusticia y la explotación de unos hombres por otros, la comunidad cristiana desde la que se proclama el mensaje y a la que de un modo u otro pertenece el grueso de esos hombres, no es tampoco una realidad ahistórica. Su pasado y su presente la ligan estrechamente a la historia del pueblo latinoamericano y desde su cuna. Sin una perspectiva histórica no es posible comprender lo que puede ser evangelizar hoy a un pueblo al que el mensaje ha sido ya anunciado y forma parte de una manera u otra de su vida. De otro lado, sin tener en cuenta la situación de una Iglesia mayoritariamente ligada al orden social que se vive en América Latina, no puede percibirse lo que implica el carácter liberador de esa evangelización. Esos condicionamientos históricos y políticos deben ser analizados y detallados para hacer más concreto el enfoque de un anuncio del mensaje en la situación latinoamericana.


3. Solidaridad con el pobre y el pueblo de Dios
El anuncio del Evangelio hecho desde la identificación con el pobre, convoca a una Iglesia solidaria con las clases populares del continente, solidaria con sus aspiraciones y sus luchas por estar presente en la historia latinoamericana. A una Iglesia que contribuya, a partir de su tarea propia, el anuncio del Evangelio, a la abolición de una sociedad construida por y para unos pocos, y a la edificación de un orden social distinto, más justo y humano para todos.
Eso nos lleva a rupturas y reorientaciones profundas en la Iglesia de hoy. Pero ellas no serán fecundas si sólo expresan angustias personales, crisis de identidad, reacciones emocionales, impaciencias, por legítimo que esto sea. Por ese camino no se encuentra sino actitudes defensivas, medidas autoritarias, gestos inspirados por el temor o por búsquedas de seguridad, y se entra en una interminable espiral de luchas intra eclesiales. Si las rupturas y las reorientaciones deben ser radicales, deben ir a la raíz, y la raíz, en este asunto, se extiende más allá del ámbito estrechamente eclesiástico. Esta es la manera de ser hombre y de ser cristiano en el presente de la realidad latinoamericana; esa manera se da hoy en la identificación con las clases oprimidas de este continente de injusticia y despojo, pero también de anhelo de liberación y de esperanza que es América Latina.
Esto supone nuevas experiencias en la tarea evangelizadora y en la convocación en ecclesía14. Modos diferentes de estar presentes en el mundo popular más allá de toda rigidez institucional. Saber escuchar una voz distinta a la que estamos acostumbrados a oír en la iglesia. Percepción crítica de las categorías sociales y culturales que aprisionan nuestro modo de vivir y anunciar el Evangelio y lo hacen extraño al mundo de los pueblos dominados, de las razas marginadas, de las clases explotadas e incluso contrario a sus aspiraciones profundas a la liberación. Supone también una búsqueda auténtica del Señor en ese encuentro con el pobre, así como una explicación lúcida de lo que esa experiencia espiritual significa.
Se trata, en esa perspectiva, de la creación de comunidades cristianas en las que los propietarios privados de los bienes de este mundo dejen de ser los dueños del Evangelio. Comunidades en las que los desposeídos puedan realizar una apropiación social del Evangelio. Grupos que anuncian proféticamente una Iglesia por entero al servicio, siempre creador y crítico puesto que enraizado en el Evangelio, de los hombres que pugnan por ser hombres. Por ser hombres de un modo difícil de comprender desde el viejo mundo en el que la Palabra ha sido – y es todavía – vivida, pensada y anunciada. Sólo echando raíces en los hombres marginados y explotados, más aún surgiendo desde ellos mismos, desde sus aspiraciones, sus intereses, sus luchas, sus categorías culturales, se forjará un pueblo de Dios que sea una Iglesia del Pueblo, que haga escuchar el mensaje evangélico a todos los hombres y sea signo de la liberación del Señor en la historia.
Nada de esto tendría sentido, ni podría vislumbrarse siquiera si no estuviera esbozado ya, aunque no sea sino tímidamente, e ensayos que tenemos ante los ojos en diversos lugares del continente. Esos intentos tienen sus puntos de partida en la inserción de un número creciente de sectores de cristianos – obreros, profesiones, campesinos, obispos, estudiantes, sacerdotes – en el proceso de liberación de América Latina. Inserción inicial, llamada a profundizarse y a experimentar muchas clarificaciones y decantaciones; llamada a situarse libre y críticamente al interior de todo proceso político simplificador que no tenga en cuenta todas las dimensiones del hombre. Llamada también a crecer de modo que la voz de los sectores populares cristianos se deje oír en sus propios términos. Inserción difícil que avanza a veces por terrenos arenosos y encuentra resistencia y hostilidad en quienes, cristianos o no, están ligados al viejo orden de cosas. Pero compromiso real y que empieza a revelar su fecundidad para la opción liberadora, para una inteligencia de la fe y para un anuncio del Evangelio. Los tiempos que se viven en América Latina no permiten actitudes eufóricas. La espiritualidad del Éxodo no es menos importante que la del Exilio. La alegría de la resurrección exige, y de maneras muy diversas, la muerte en la Cruz. Pero la esperanza es de todo momento. La situación que hoy se vive en el continente nos hace tal vez vivir y entender en forma renovada lo que Pablo llamaba “esperar contra toda esperanza”.
(Nota del copista: En esta convocatoria realmente histórica y en esta sesión precisamente participó como el otro ponente Mons. Alfonso López Trujillo, y estaban presentes y realizaron preguntas a los dos ponentes Mons. Samuel Ruiz, Mons. Antonio Quarracino, el Dr. Francisco Guido, el P. Pierre Bigó, S.J., el P. Segundo Galilea, el P. Lucio Gera, el P. Afonso Gregory; y otros en éste y otros momentos del encuentro, como el P. José Marins, el Dr. Alberto Methol Ferré, el P. Renato Poblete, S.J., el mismo P. Pierre Bigó, S.J., el P. Jorge Mejía como ponentes; y el P. Melecio Picazo. Anexaron estudios al encuentro Fr. Buenaventura Kloppenburg, O.F.M., y el Dr. Alberto Methol Ferré. El libro Liberación: Diálogos en el CELAM fue editado por el Consejo Episcopal Latinoamericano CELAM en 1973, e impreso por Ediciones Paulinas, Bogotá, Colombia, en agosto de 1974).
1Cf. los textos de diferentes sectores de la Iglesia Latinoamericana en Signos de renovación, Lima, 1969 y Signos de Liberación, Lima, 1973. Ver un análisis de estos textos en MUÑOZ Rolando, Nueva conciencia de la Iglesia en América Latina, Santiago de Chile, 1973.
2Cf. la obra clásica de HOBSBAWN, E., The age of revolution. Europe 1789-1848, Londres, 1962.
3En un primer momento la revolución industrial recibirá un impulso de la obra inventiva de artesanos. Pero muy poco después será dinamizada por los avances científicos.
4Cf. las reflexiones sobre la Ilustración de Kant en su Filosofía de la historia y de Hegel en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia. Sobre esta temática cf. la obra clásica de E. CASSIRER, La philosophie des lumières (edición alemana de 1932) París, 1970 y el trabajo más reciente de OELMULLER, W., Die unbefriedigte Aufklärung, Frankfurt, 1969; en una perspectiva teológica consultar J. B. METZ, J. MOLTMANN, W. OELMULLER, Kirche im Prozess der Aufklärung, Mainz, 1970.
5Para las opciones políticas concretas que toma actualmente en América Latina esta praxis liberadora consultar nuestro trabajo: Teología de la Liberación, Salamanca, 1973, Cap. VI-VII.
6El tema de la pobreza evangélica está tratado más ampliamente en ibid. Cap. XIII.
7SCHNACKENBURG, R., L'existence chrétienne selon le Nouveau Testament, I, Parós, 1971, pg.35.
8Para una visión de conjunto sobre estas cuestiones y sobre los caminos que busca la teología contemporánea consultar las ricas reflexiones de GEFFRÉ, C., Un nouvel âge de la theologie, París, 1972. V. también BOUILLARD, H., Exégese, hermeneutique et theologie. Problémes de methode en Exégese et hermeneutique, Paris, 1971; los finos análisis de JOSSUA, J.-P., Ensemblement du discours chrétien en Christus, juin 1973, pp. 345-354.
9Cf. el intento de GUICHARD J. por poner en relieve estas cuestiones: Foi Chrétienne et théorie de la connaissance, en Lumiére et Vie,junio-agosto, pp. 61-84.
10En esta perspectiva habría tal vez que recuperar las reflexiones de Duns Escoto sobre la praxis y sobre la teología en cuanto a la ciencia práctica. Cf. también la obra de Frans v. d. OUDENRIJN, Kritische Theologie als Kritik del Theologie, München-Mainz, 1972.
11El P. CONGAR, teólogo de un profundo sentido eclesial y pastoral, ha subrayado muchas veces este lazo entre teología y anuncio, vgr. Situations et tâches de la théologie, Cerf, París, 1967.
12“La filialidad es el rando distintivo del Reino de Dios, el único y el verdadero” (J. JEREMIAS, Théologie du Nouveau Testament, I. La predication de Jesus, Cerf, París, 1973, p. 227).
13“La hermenéutica bíblica será diferente según que se considere al Dios de la Biblia como un totalmente distinto, sin nada en común con el universo en el que el hombre está tan profundamente integrado, o simplemente como el otro 'cuyos caminos no son nuestros caminos' (Is 55,8), ni sus pensamientos, nuestros pensamientos, pero 'del mismo linaje que nosotros' (Hch 17,28)” (CAZELLES, Écriture, Parole et Esprit, París, 1970, p. 76).
14Cf. las perspicaces y valientes observaciones de RAHNER, K. sobre cómo pensar una Iglesia del futuro en Strukturwandel der Kirche als Aufgabe und Chance, Herder, Freiburg i B., 1972.

2 comentarios:

  1. Qué bueno reflexionar sobre estos planteos especialmente en este año de la fe. Marcan la diferencia entre una fe desencarnada y un tanto acomodaticia y autojustificadora y la fe que nos muestra el rostro de Cristo en la historia y la existencia de quienes sufren y en especial de quienes sufren injusticias estructurales, es decir, provocadas por estructuras culturales, psicológicas, jurídicas, políticas y económicas de pecado, tan difíciles para muchos de reconocer porque en última instancia también somos muchos los atrapados por esas mismas estructuras aunque no estemos del lado de los que más sufren las injusticias y muchas veces nos veamos favorecidos.

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